¿Filosofía? ¿Qué te pasa?

A lo largo de los años me he ganado con múltiples historias de terror de las reacciones que recibe la gente cuando decide estudiar filosofía. Yo he sido uno de los «afortunados», en el sentido de que en general la tuve fácil: mi familia aceptó y estuvo en paz con la decisión y no tuve mayores obstáculos para hacerlo. Pero en cambio conozco a varias personas que no la tuvieron así de fácil, que tuvieron enfrentamiento y discusiones familiares, o que simplemente no contaron con ningún apoyo y se vieron en la necesidad de financiarse a sí mismos el estudio de una carrera que no es precisamente lucrativa.

Decidir estudiar filosofía significa escoger un camino en la vida que está marcado por el siguiente diálogo, una y otra vez, ad infinitum, hasta el fin de los tiempos:

– ¿Y tú qué estudias(te)?
– Filosofía.
– Ahhhh…
(Silencio incómodo)
– ¿Y a qué se dedica un filósofo, ah?

Cuando uno es abogado, médico, administrador, ingeniero, arquitecto, etc., etc., etc., no se ve obligado a sobrevivir a esta pregunta cada vez que uno conversa con alguien nuevo. Si esto fuera una, dos, diez veces, bueno, pero no, este mismo diálogo se repite exactamente sin ningún tipo de fin, con el agravante de que cuando uno está estudiando aún la pregunta fatídica viene acompañada de un gesto, una mirada que en pocas palabras quiere decir «¿qué te pasa?». Con el tiempo, los filósofos desarrollamos cada uno diferentes mecanismos de defensa para la pregunta: guiones ensayados, respuestas humorosas o reacciones indignadas, según las preferencias de cada uno. Estas preguntas se vuelven particularmente incómodas en el contexto de reuniones familiares donde vienen acompañadas de una batería de preguntas respecto a lo que uno quiere hacer con su futuro, a qué se piensa dedicar, pero cómo piensa uno ganarse la vida, etc.

Tomar la decisión de dedicarse a la filosofía es implícitamente la decisión de que uno no dedicará su vida a las ganancias materiales que vienen, por ejemplo, con una carrera en la banca de inversión – pero al tema del dinero y la filosofía le dedicaré un espacio más explayado en el futuro cercano. Cuando uno estudia filosofía, lo hace sabiendo más o menos bien que eso significa decirle no a una vida de lujos y derroches materiales, a cambio de una vida comprometida principalmente con el concepto y con la teoría en alguna de sus formas.

Para propósitos prácticos (propósitos que, además, le suelen ser esquivos al filósofo), es pertinente distinguir aquí entre qué significa hacer filosofía, y qué puede hacer un filósofo.

La primera pregunta no se responde, o si se intenta responder, se responde filosóficamente, de múltiples maneras, con crisis existenciales de por medio y, en el mejor de los casos, con una considerable cantidad de alcohol de por medio porque, como todos sabemos, in vino veritas.

La segunda pregunta, en cambio, es la que termina siendo relevante para jóvenes filósofos que tratan de entender qué rayos quieren hacer con su vida, sobre todo cuando empieza a hacerse claro que el mundo académico es laboralmente muy complejo. En esa frontera extraña y confusa entre que uno acaba la universidad y pone sus pies en el mundo real, empieza a descubrir que, por mucho que uno pueda entender el tránsito del espíritu objetivo al espíritu absoluto en la descripción de la fenomenología del espíritu de Hegel, para cuestiones más pedestres y cotidianas uno termina siendo un completo ignorante.

Sin embargo, debo decir, luego de haber observado esto un buen tiempo, que la cosa no es tan complicada como parece, siempre y cuando el joven filósofo se muestre abierto y dispuesto a deshacerse del ideal de la torre de marfil y del mito de la caverna con su luz exterior reveladora de verdad, visible sólo para filósofos. Como me gusta decir continuamente, en realidad un filósofo podrá encontrar múltiples oportunidades de varios tipos, haciendo uso de una serie de superpoderes que tiene, pero que probablemente no sabe que tiene. Superpoderes que están cercanamente ligados, por supuesto, a la capacidad analítica y crítica y a la rigurosidad que suelen acompañar a los estudios de filosofía.

Estos superpoderes hacen que un filósofo tenga una predisposición y una capacidad exacerbada hacia el aprendizaje – la posibilidad de rápida y efectivamente aproximarse hacia un cuerpo desconocido de conocimiento para entender su complejidad interna, sus problemas, sus preguntas y sus ideas principales. Dadas las condiciones actuales en las que se maneja la economía, eso representa una habilidad transferible sumamente importante, pues hace posible que el filósofo pueda cómodamente moverse a través de una serie de campos con una base teórica y conceptual muy firme para entender el sentido de esos tránsitos y movimientos.

¿Qué quiere decir esto? Que aunque un filósofo sabe hacer muy poco, tiene la capacidad para aprender a hacer casi cualquier cosa, muy bien y muy rápido. Y aprender, además, de tal manera que pueda formular críticas y descubrir problemas en lo que aprender conforme lo hace. Pues en eso consiste, esencialmente, la educación filosófica. Y esta es una habilidad sumamente valiosa en múltiples sectores e industrias hoy día, cuando la competitividad y la productividad dependen, sobre todo, de la capacidad para generar valor agregado y diferenciado frente al público: en otras palabras, las mejores soluciones a los problemas más interesantes en la actualidad requieren de gente que pueda pensar «fuera de la caja», más allá de los marcos conceptuales en los cuales están formulados los problemas (que son problemas de todo tipo: políticos, sociales, económicos, comerciales, financieros, culturales, etc.). Eso es, precisamente, aquello en lo que destaca el filósofo porque está acostumbrado a moverse entre múltiples sistemas conceptuales en un arsenal de herramientas de las que puede escoger según la naturaleza del problema.

Un filósofo destacará en aquellos contextos donde pueda ver las cosas de manera estratégica, más que táctica. Donde tenga la oportunidad de dar un paso atrás para ver el panorama completo, más que involucrado en la ejecución minuciosa de actividades mecánicas. El problema está en que estos contextos no son precisamente aquello que uno encuentra tan pronto termina de estudiar y se enfrenta al mundo, sino que es más bien algo a lo que uno llega con el tiempo. De modo que uno inevitablemente se encuentra con la necesidad de adquirir y dominar una serie de habilidades y conocimientos complementarios en el camino.

Aún así, me doy cuenta de que este post está escrito en un tono y sentido muy defensivos. Como si tuviéramos la necesidad de justificar lo que hacemos, y por qué lo hacemos, porque nos enfrentamos al escrutinio y al juicio de familiares entrometidos que no entienden nada de lo que nos gusta pero creen que por alguna razón ellos sí entienden el espectro complejo de la complejidad de los asuntos humanos y pueden tomar decisiones mejores que nosotros. Así que creo que lo pertinente también sería, y espero hacerlo eventualmente (pronto), voltear la cuestión y explicar, más bien, por qué debería uno estudiar filosofía.

Ahora, ¿por qué estoy escribiendo esto ahora? Revisando las estadísticas de ingreso a mi blog encontré que había más de una persona que había llegado aquí preguntando por el campo laboral de la filosofía, o por qué hace un filósofo. Con lo cual recordé muchas de las historias que había escuchado de amigos y gente cercana, muchas de las dudas cuando estaba estudiando yo mismo, o que sigo teniendo, y demás. Se me ocurrió que, quizás, haya futuros estudiantes, estudiantes actuales, padres de familia o demás interesados en qué puede hacer un filósofo, porque no conocen bien las oportunidades, el espacio, el campo, las habilidades, y las mismas dudas y problemas. Así que se me ocurrió que, quizás, algo podría aportar a partir de mi experiencia particular, que no es además la típica experiencia en filosofía: estudié filosofía, y he teniendo experiencia académica dictando prácticas en cursos de lógica y temas históricos en filosofía, pero mi trabajo principalmente se ha orientado al estudio y al desarrollo de nuevas tecnologías y herramientas. Mi experiencia ha sido de que con las herramientas que a uno le da la filosofía, uno puede dedicarse a muchísimas cosas e incluso encontrar nuevas ideas y herramientas con las cuales volver sobre la filosofía para explorar nuevos temas y nuevas cosas.

Así que espero que estos comentarios le puedan ser útiles a alguien, en alguna parte, que esté pasando por este tipo de dudas.

El filósofo como DJ

[Foto CC: DJ Krush, por Lynt]

El filósofo como DJ. Discutiendo una serie de imágenes que describen la multiplicidad de formas posibles de hacer filosofía con Daniel, Raúl y Víctor, empezamos a elaborar una serie de tipologías que describen las actitudes que suelen tomar los filósofos frente a su actividad. El filósofo como sacerdote dedicado a la prédica del texto sagrado, el filósofo como curador de museo comprometido con el ordenamiento sistemático de la obra de un pensador, y así sucesivamente.

Pero ésta fue la imagen que más me gustó. El filósofo como DJ. Pone un disco (una idea, un concepto, un autor, un ejemplo, etc.) y lo deja sonar un rato, lo prueba un poco con su público, y luego sobre esa pista pone otra haciendo todo lo posible porque cuadren bien, porque estén sincronizadas. Las deja sonar un rato y sobre eso prueba con otro sonido, otro disco, otro sample, y así sucesivamente, jugando permanentemente con la reacción y las expectativas de su público que le marcan la pauta, mientras el filósofo DJ a su vez le marca la pauta al público.

El filósofo DJ es el de los laboratorios, el de los experimentos, el que juega más allá de los cánones y empieza a mezclar diferentes pistas para jugar con los resultados. El valor de la presentación del DJ consiste en su capacidad creativa para recontextualizar, para plantear un nuevo marco de comprensión y de experiencia para las pistas que ofrece. Su capacidad es tanto más amplia cuanto más amplia, diversa, múltiple sea su colección de pistas y discos para jugar.

No es la única manera de hacer filosofía, porque hay muchas maneras válidas de hacer filosofía. Y la manera que uno escoja depende en gran medida de cuestiones de carácter, de afinidades, de temperamentos. Pero es la imagen que más me llamó la atención, y la manera de hacer filosofía a la que me gustaría llegar.

Paréntesis metafilosófico, 4

De la filosofía como laboratorio. Quiero finalizar, brevemente, considerando algunas de las características que tiene esta reconcepción del quehacer filosófico, tanto teórica como prácticamente. Me gustaría esbozar una idea posible de hacer filosofía que responda a algunos de los problemas que he mencionado, a partir de las ideas de Daniel Luna. ¿Cómo podemos reintroducir en la formación filosófica la importancia de la originalidad y la creatividad? ¿Cortar con la depenencia de ciertos cánones y con la adscripción hiperespecializada a autores y escuelas? Que, además, sea capaz de dialogar consigo misma y con otras disciplinas productivamente.

Me gusta la idea de una filosofía como laboratorio. Me gusta porque creo que reivindica uno de los componentes principales que hemos intentado censurar, que es la importancia del fracaso como constituyente del proceso formativo. Estamos aterrados del fracaso, y por extensión aterrados de tomar riesgos. Nos enseñan miles de formas posibles de evitar los riesgos: no afirmar más de lo que podemos respaldar con otros autores, inundarnos de notas al pie de página y bibliografía para que nuestros lectores hipotéticos crean en lo que decimos, mantenernos siempre dentro de ciertos parámetros que no desafíen mucho los límites de lo establecido. Mientras no amenaces a nadie, te irá bien. Y lo aprendemos excelentemente. Y vamos a un simposio de estudiantes y podremos ver lo excelentemente bien que lo aprendemos y lo aplicamos.

Pero eso hace que no nos atrevamos a postular la hipótesis sugerente, la reinterpretación interesante, o el desafío punzante que sabemos causará una polémica dolorosa, que nos atacarán por eso, haremos el ridículo públicamente y seremos recordados eternamente por eso. Por hemos construido un sistema en torno al inmenso costo del éxito: no se supone que nos vaya bien desde temprano. Se supone que debemos acumular y acumular trabajo de hormiga durante muchos años, para que después de decir muchas cosas de poca envergadura nos ganemos el derecho de que nos hagan algo de caso cuando digamos algo bastante más pesado. Lo que no te dicen es que para cuando tengas ese derecho ganado, probablemente las ganas de soltar las tesis arriesgadas ya se te hayan ido por completo.

Del mundo de la informática he aprendido dos ideas que me parece se aplican excelentemente bien a esta nueva forma de entender la filosofía. Una es la manera como Google entiende sus procesos de desarrollo de software: «release early, release often, iterate». No esperar a la perfección, sino que una vez que uno tiene un modelo funcional, lo lanza al mundo tan pronto como puede, precisamente para que sea destruido, criticado, ampliado, extendido, mejorado, colapsado. A partir de eso uno puede revisar su modelo, mejorarlo en todo lo posible, y lanzarlo de nuevo. En lugar de apuntar hacia un éxito sumamente caro, es la estrategia que apuesta por un fracaso sumamente barato: se anticipa que el producto fallará, por tanto cuando lo hace, nadie se sorprende ni se ofende, sino que es el inicio del ciclo de mejoramiento del modelo.

Ésta idea va sumamente de la mano con la idea detrás de «rapid prototyping». Como su nombre lo indica, consiste en reducir al mínimo posible el tiempo entre la idea original y la construcción de un prototipo. En lugar de esperar a tener el concepto y el diseño perfectos, pulidos totalmente, y luego mandarlos a producción, se trata de coger la idea embrionaria y construirla lo antes posible, para luego, de nuevo, irla mejorando. El primer prototipo, muy probablemente, será nefasto, pero no importa, pues ése es su objetivo.

¿Qué pasaría si hiciéramos lo mismo con la filosofía? Tendríamos un escenario en el cual la gente no entiende los productos filosóficos – una tesis, un artículo, una conferencia, un libro, etc. – solamente como productos, como el resultado de un largo y dedicado proceso en solitario de investigación detallada y pormenorizada, sino como un proceso abierto y siempre cambiante. Compartir y discutir ideas todo el tiempo, e irlas mejorando permanentemente. Estar constantemente en discusión con los demás, con otros lenguaje y otras perspectivas, para ir mejorando mi modelo y mis ideas, para irlas haciendo más sólidas.

Reducir el costo social del fracaso quiere decir, también, que hay mucho más espacio para tomar riesgos respecto a las ideas que planteamos. Porque ya no estamos poniendo en juego el trabajo de meses, o años, de investigación que podrían ser tirados por la borda, sino que mucho más rápidamente podemos evaluar el mérito, el potencial y el interés de una idea si estamos dispuestos a compartirla desde temprano, antes de decidirnos a alimentarla. Esto también cambia nuestra actitud hacia los productos y las ideas de otras personas: si empezamos a asumir que todos estos productos están siempre en su versión «beta», la crítica y la discusión se vuelven la norma y no la excepción, pero ya no con el significado ácido de destruir el trabajo del otro (porque finalmente es un trabajo en beta), sino simplemente por un tema de interés.

Creo que recién estamos empezando a ver los primeros esbozos de esto – creo, también, que es bastante significativo que esta discusión surja y circule a través de diferentes posts en blogs de filosofía. Empezar a publicar en un blog implica reconocer, en primer lugar, que se publica para discutir, y al mismo tiempo que se publican ideas en borrador, que van mejorando constantemente. Y eso está bien: significa que hay mayor espacio para la experimentación, para el descubrimiento y para la interacción. Durante tres años y medio yo he tratado este blog como mi propio laboratorio personal – donde publico ideas que utilizo luego en clases, en presentaciones, en ponencias, etc. Cada artículo individual de este blog no es quizás tan interesante, pero para mí, a título personal, me permite volver sobre una historia de tres años y medio donde puedo revisar cómo mis propias ideas han ido evolucionando, en discusión y en referencia a otros autores e ideas que existen también en la web.

No intento decir ni por asomo que el nuevo quehacer filosófico es filosofía en blogs. Eso sería tonto e incompleto. Pero es un esbozo, una característica, un ejemplo. ¿Qué más se puede armar a partir de aquí? El costo de asociarnos está en el piso. Formar grupos de lectura, grupos de trabajo interdisciplinarios es más fácil que nunca, y no tienen por qué girar, como ilustra Alejandro León, únicamente en torno a la figura de la lectura colectiva de un texto. Un grupo de trabajo puede producir constantemente – puede publicar actas, artículos, discusiones, videos, opiniones, lo que fuera. Puede publicar un blog, puede crear una página en Facebook, puede imprimir y fotocopiar un fanzine de filosofía, ¿por qué no? Editen un libro colectivo – 10 personas, 10 artículos, 10 copias cada uno son 100 copias, repártanlas por el mundo y discútanlas, impriman más a pedido. Pueden armar grupos de discusión, filmarlos y colgarlos en YouTube. O escriban los artículos y organicen simposios, de ingreso libre, con artículos escritos en un lenguaje accesible, y empiecen a invitar gente. Empiecen a hacerlo regularmente y vayan ajustando la mecánica según los resultados que obtengan. Todo esto es fácil de hacer cuando lo enfocamos como diferentes formas de experimentos, no como instanciaciones del espíritu absoluto haciendo su paso por el mundo.

Sí, todo esto suena bastante poco académico, pero eso no me preocupa mucho, porque no me suena poco filosófico. Finalmente, se discuten y debaten ideas, se hacen y comparten propuestas, y una de las cosas más interesantes: se presentan ante un público que no necesariamente es especializado. Creo que esto es sumamente valioso porque rompe con el encierro académico que marca a la filosofía, el mismo encierro académico que hacía que botaran a Pitufo Filósofo de todos los episodios de los Pitufos. Era insoportable, diciéndole a los demás cómo debían hacer las cosas. Si no queremos ser expulsados de la polis de la misma manera, no debemos pretender educar, sino conversar con los demás, romper con ese encierro académico.

No es ni sería la única forma de hacer filosofía, ni tendría por qué serlo. Es la manera como yo me imagino hacer filosofía y la encuentro, al mismo tiempo, divertidad: porque así como no pienso que la filosofía sea una magna tarea, especial entre todas las demás, tampoco creo que tenga que ser una obra de sufrimiento intelectual, de sacrificio por el avance de la humanidad. La filosofía también debería ser una actividad divertida, interesante y gratificante para quienes se sienten en la libertad de ejercerla, que no necesariamente tiene que ser algo limitado por los parámetros que conocemos del mundo académico. Hacer filosofía no es, ni debería ser, sinónimo de conocer la historia de la filosofía.

Paréntesis metafilosófico, 3

Pequeñas anécdotas de las instituciones filosóficas. Si la filosofía es más que simplemente la transmisión de información y la alimentación de un canon, ¿qué es? Si estamos diciendo que son valiosas cosas como la formación de la creatividad y el fomento de la interdisciplinariedad, ¿cómo se ve eso dentro de la formación filosófica?

Hay mucho, mucho, mucho que se puede decir de esto. Lo que quiero considerar aquí es una visión de la filosofía entendida como una forma de laboratorio. Pero esto no está necesariamente atado a sus instituciones – en otras palabras, esto no necesariamente va de la mano con la idea de que esto es la filosofía propiamente académica o universitaria como la hemos conocido. Creo que la necesidades (y posibilidades) que tiene la filosofía hoy hablan en gran medida, también, del hecho de que son posibles y necesarios nuevos espacios e instituciones construidas a su alrededor. Así como reintepretamos lo que significa formar en filosofía, tenemos la oportunidad de reinterpretar la forma que tendrán las instituciones que harán esto.

Creo que el tema de las instituciones es importante. Daniel hace en un momento el siguiente comentario:

Creo que ese es el extremo que habría que denunciar. No se trata de no tener un manejo serio y riguroso de la tradición filosófica de la cual uno se reclama heredero, o por la cual uno siente interés. El problema es reducir el quehacer filosófico a un mero comentario “parasitario” siempre de un gran texto filosófico. A mi juicio, la filosofía deviene un “jueguito” académico donde nos sentamos a escribir sobre grandes textos con muchas citas y lecturas de especialistas sobre cuál sería la mejor lectura posible de un texto. Sin embargo, creo que se decapita lo importante. Me gusta pensar en esa actividad como algo diferente a la filosofía, aunque no sea menos importante. Creo que ese paradigma de comentarista, si bien a uno lo hace comprender muy bien varios aspectos de la historia de la filosofía, creo que tiene como ideal a personajes como Hermann Bonitz o Hermann Diels. En pocas palabras, no creo que ser un scholar es algo equiparable, sin más, a ser un filósofo.

Estoy totalmente de acuerdo con lo que dice, pero creo que hay que hacer una salvedad. Pues gran parte del problema se encuentra en el hecho de que éstas son las reglas de juego aceptadas, reconocidas y validadas por las instituciones existentes. Es decir, como filósofo, puedes estar en desacuerdo con que éstas sean buenas reglas. Pero si quieres jugar el juego de la filosofía académica, no tienes realmente mucha alternativa más que seguirlas. El no hacerlo simplemente consigue la exclusión del circuito establecido, con la consecuente pérdida de acceso a oportunidades e, incluso, de acceso a la posibilidad de cambiar las reglas de juego.

Lo cual me parece que trae a colación otro de los temas que menciona Daniel sobre la «formación en lo convencional. En el cuarto artículo de la serie, menciona lo siguiente:

En primer lugar, creo que Raúl y yo estamos en la misma línea cuando considera que es necesario formarse en lo “convencional”. Mi manera de entenderlo ya la he expresado varias veces: uno necesita tener un conocimiento serio y riguroso de la historia de la filosofía, así como el quehacer académico. Es una condición necesaria, pero no suficiente. Hablar con fundamento exige un conocimiento de aquello que se habla y crítica (la máxima fenomenológica por excelencia).

Éste es uno de los temas que me resulta más difícil de comentar. Finalmente, a pesar de todo lo que yo mismo puedo pensar, yo mismo he sido formado en lo «convencional», en gran medida. Y sí coincido -quizás, inevitablemente, por eso mismo- en que hay un enorme valor y una gran importancia en ello: sin esta información y formación «básica», son muchas menores las posibilidades que uno tiene respecto a lo que uno puede construir. El argumento a favor aquí puede analogizarse con las piezas de Lego: mientras más formas diferentes de piezas tiene uno a su disposición, más diversas y variadas resultan las construcciones que uno puede elaborar.

Pero creo que hay aquí una trampa con la que uno debe tener mucho cuidado. Y es que, con un alto grado de probabilidad, la formación de lo convencional producirá, justamente, lo convencional. O seamos más específicos: la formación en lo convencional, utilizando los métodos y herramientas convencionales, resultará en la gran mayoría de los casos en la reproducción de lo convencional. Esto me resulta claramente una ilustración de mi lugar común favorito, de que el medio es el mensaje: creer que la formación en un contenido no está directamente asociada a la reproducción de sus objetivos es una idea que puede resultar engañosa. En la reproducción de lo convencional no reproducimos solamente una serie de ideas neutrales de autores y escuelas del pasado; en la definición misma de lo convencional estamos haciendo ya valoraciones y juicios sobre lo que es destacable del pasado, y adelantos sobre lo que encontramos valioso para el futuro. No digo de ninguna manera que esto sea inescapable, pero sí que no debemos ser ingenuos ante esta posibilidad.

En gran medida, es muy probable que una reconcepción del quehacer filosófico pueda verse como algo bastante diferente de lo que conocemos hoy, de un trabajo de escritorio, de biblioteca, del filósofo solitario como lo ilustra Daniel. ¿Qué haremos en ese caso? Quizás nuestro primer instinto sea reaccionar diciendo que no, que eso no es filosofía. En ese caso, entonces, es posible que esto ya haya sucedido: pensemos en todas aquellas cosas que existen ya hoy día, a las cuales miramos y con confianza en el presente decimos que no, que esas no son formas de hacer filosofía, por X o Y razones. Que eso debería llamarse otra cosa, pero que no es filosofía. ¿Por qué no es filosofía? Simplemente porque no se parece a lo que conocemos, a lo que llamamos filosofía. Lo cual es, claro, una petición de principio.

Tenemos que estar dispuestos a repensar las instituciones de la filosofía si queremos estar dispuestos a repensar lo que significa hacer filosofía. Eso no quiere decir que lo que sea que resulte de esa reinterpretación será completamente ajeno, completamente irreconocible y completamente desligado de todo lo anterior – eso es, me parece, imposible. Pero sí quiere decir que nos los debemos a nosotros mismos, incluso desde lo que entendemos usualmente por filosofía, el estar dispuestos a reconsideraciones radicales de nuestros marcos de referencia de lo que nosotros mismos somos. Quizás eso implique salir de los salones universitarios, quizás eso implique ver más allá del ámbito académico, quizás eso implique pensar en un trabajo que no se da en aislamiento, que no se da sólo como lectura y reinterpretación, que no se da por los medios a los que estamos acostumbrados. Quizás, incluso, se da de múltiples maneras al mismo tiempo.

Paréntesis metafilosófico, 2

Mi intención original con este paréntesis metafilósofico era soltar una serie de comentarios de un tirón, pero conforme se fue alargando creo que se volvió pertinente separar las ideas en torno a puntos más generales.

Del canon, del dogma y de la escuela. En la primera parte terminé hablando un poco sobre el problema del canon, en la medida en que me parece que cometemos un error si consideramos que la formación filosófica se limita a comunicar información sobre el canon de libros, autores e ideas que un filósofo debería supuestamente conocer. Los posts sobre el fin de la filosofía de Daniel Luna hablan bastante sobre este tema, y sobre los problemas que se generan en el quehacer filosófico y la operación de sus instituciones.

Este problema está directamente relacionado con el del significado de la formación filosófica. Si consideramos que la formación filosófica es formación de historiadores de la filosofía, entonces sólo se trata de formar nuevas generaciones en el manejo, reproducción y alimentación del canon. Pero esto es fundamentalmente antifilosófico, y de hecho, son la gran mayoría de los grandes filósofos los que podrían citarse en contra de esto. Coincido también con Daniel en que este tipo de actividad filosófica erudita y exegética no tiene nada de malo y es sumamente deseable – el problema es quizás cuando se vuelve la aspiración principal, e incluso peor, única, de la gran mayoría de la comunidad filosófica. Generación tras generación vemos a enormes cantidades de filósofos que estarían dispuestos, en la teoría, a suscribir la tesis de que el quehacer filosófico es más que la acumulación de pies de página a las obras de los grandes autores. Sin embargo, en la práctica solemos más bien encontrar lo contrario. Al punto en que es sumamente frecuente encontrar autores y filósofos que se diferencian entre sí no tanto por sus actitudes o ideas particulares, sino más bien por sus lealtades hacia tal o cual autor.

Esto genera inevitablemente un efecto enorme de caja de resonancia. Las mismas personas se juntan para compartir las mismas ideas en torno a los mismos temas. E incluso entre los mismos filósofos, esto se vuelve un jueguito aburrido, rutinario y poco enriquecedor. No voy a tales o cuales presentaciones, no leo tales o cuales libros, porque no son del canon de mi escuela, no refieren a mi autor preferido. Y, además, este grado creciente de especialización nos vuelve incapaces para interactuar y dialogar significativamente entre escuelas y tendencias: así, por ejemplo, la bifurcación entre analíticos y continentales sigue siendo, a pesar de todo lo dicho y de figuras excepcionales, más la norma que la excepción. Dialogamos en mayor o menor medida con gente con la que estamos principalmente de acuerdo, y allí donde no lo estamos es porque no coincidimos en la interpretación específica de un determinado texto, oración o palabra cuyo correcto sentido asumimos ingenuamente cambiará el destino de occidente por los próximos tres mil años.

¿Adivinen qué? A nadie le importa.

El mundo no es freudiano, no es marxista, no está estructurado lógicamente, no es lacaniano, no es voluntad de poder, etc., etc., etc. Ningún autor ha llegado hasta ahora con «la verdad» definitiva y no es probable que lo hagan – y todos los autores que son considerados como habiéndolo hecho odiarían que los endiosen, que los endogmen, que los conviertan en estatuas más allá de las cuales no se puede ver. Sin embargo, actuamos como si así fuera. Formamos filósofos como si así fuera, como si tuvieran que decidir desde lo más temprano posible del lado de quién están para que aprendan a decir que todos los demás son mentira, y puedan introducirse en el universo de la hiperespecialización.

Esta entrada se marca por el aprendizaje de un lenguaje particular. No sólo está la filosofía de por sí llena de jerga especializada, conforme nos adscribimos a uno u otro autor, a una u otra escuela, empezamos a complejizar la especialización de nuestra jerga, al punto que al cabo de un tiempo sólo podemos conversar con un puñado de gente. No solamente perdemos la capacidad de comunicarnos con «el mundo real», sino que ni siquiera podemos dialogar con los demás filósofos. Desde que empezamos a ver el mundo únicamente a través de los ojos de un sólo autor, nuestra capacidad para entender otros marcos de referencia y de interactuar significativamente con ellos se reduce enormemente. Ésta es la marca medieval de la formación universitaria, y de la formación filosófica: la formación de maestros a aprendices, donde el aprendiz no ha de superar al maestro sino hasta que éste se lo permita.

Hay un punto central aquí de lo mencionado por Daniel sobre el que quiero hacer énfasis, y es el tema de la interdisciplinariedad. Daniel lo presenta en dos sentidos. El primero es la necesidad del conocimiento de causa sobre aquello de lo que vamos a hablar. Debería parecer obvio, pero si uno quiere hacer filosofía de la ciencia, debería conocer bastante bien el mundo de la ciencia, así como si uno quiere hacer filosofía política, lógica, filosofía de la mente, filosofía del lenguaje, filosofía del derecho, etc., debería estar medianamente informado de lo que habla. En otras palabras: la filosofía es un interlocutor más dentro de una continuidad de discursos y disciplinas que se pronuncian sobre temas comunes. No es la torre de marfil desde la cual uno puede predicar a diferentes disciplinas todo aquello en lo que se equivocan y que deberían hacer de siguiente manera. En la interacción con otras disciplinas la filosofía debe tener la suficiente apertura no sólo para enseñar, sino también para aprender.

¿Verdad trivial? No. Ésta es otra cosa que la mayoría de filósofos suscribiría en la teoría, pero luego no implementaría en la práctica. Desde la torre de marfil de la filosofía nos jactamos de burlarnos de las demás disciplinas, de descartarlas por su falta de rigurosidad, por su desinterés en «las cosas fundamentales», por su materialidad o materialismo, o lo que fuera. En la práctica, descartamos otros discursos simplemente porque no son la filosofía, pero esto significa también que la filosofía es descartada por los otros discursos, por ser la filosofía. No es tanto que nosotros seamos superiores como para jugar con los demás – es que solemos ser pedantes, y ellos no quieren jugar con nosotros. ¿Para qué lo harían?

El segundo punto de Daniel sobre la interdisciplinariedad se desprende de lo mismo, pero es enfocado desde un punto de vista más práctico. Pues, de hecho, si valoramos la interdisciplinariedad deberíamos trabajar con otras disciplinas. Algo que hacemos bastante poco durante la formación filosófica, y que no es incentivado en gran medida. Lo cual nos da, además, una visión sesgada del mundo: una vez que uno sale al «mundo real», se empieza a dar cuenta de que en él uno no está rodeado de filósofos, y uno no tiene realmente ninguna legitimación para sentirse especial, superior o importante. Si nos creemos el rollo de la interdisciplinariedad no es realmente suficiente con afirmarlo, y armar un par de mesas en un coloquio donde tres personas hablan de lo mismo desde diferentes puntos de vista, sino que es un trabajo sostenido, complicado, y que requiere de una serie de soportes institucionales y de mucho entrenamiento para poder hacerlo bien. De lo contrario, no es nada más que un discurso vacío.

Paréntesis metafilósofico, 1

Quiero llamar la atención sobre una serie de artículos que ha venido publicando Daniel Luna en su blog Vacío, sobre el fin de la filosofía (que ha publicado en cinco partes). Creo que son un excelente aporte a una discusión que me interesa mucho, respecto al sentido y la transformación del quehacer filósofico en nuestra época. Hay una serie de puntos particulares sobre los que quiero comentar, además.

El desafío de formar filósofos. Éste es un punto con el cual coincido plena, o casi plenamente con Daniel: nuestras facultades de filosofía, en general -al menos hablando a partir de mi propia experiencia- hacen un gran trabajo de producir no filósofos, sino historiadores de la filosofía. Gente que sabe recorrer muy bien la historia de los pensadores y de las ideas, pero que no dispone de la misma facilidad para formular nuevas ideas y crear pensamientos completamente originales. No es tanto por un tema de incapacidad, sino más bien por uno de actitud. Desde que uno empieza a estudiar filosofía, se instala entre dos impulsos paradójicamente contradictorios que aprende de su entorno: por un lado, la creencia tácita de que, en realidad, la filosofía es alguna forma superior del discurso frente a otras disciplinas (porque se encarga de lo más fundamental, de las cosas mismas, de las esencias, de lo que quieran). Por otro lado, la creencia de que en verdad hay tanto por saber sobre cualquier cosa, que nunca puedes decir que sabes realmente nada y siempre habrá alguien que sabe más que tú, así que mejor dedícate a lo seguro y no te lances con interpretaciones arriesgadas sobre cosas de las que sabes poco.

Con el tiempo me hice de la idea de que ambas cosas eran falsas. Pero nuestra forma de educar filósofos no. No formamos gente para, propiamente, filosofar, sino para ser excelentes comentaristas, críticos agudos (a menudos innecesariamente agudos) y eruditos doxógrafos. Pero en realidad, eso por sí sólo es bastante poco interesante. La historia de la filosofía en términos de acceso a ciertos tipos y cantidades de información es algo que se hace obsoleto con el tiempo – en la medida en que la información se vuelve un commodity, el hecho de saber más o menos sobre ediciones publicadas de la Crítica de la razón pura es trivial, cuando Google puede responder mejor esa pregunta.

El problema es doble, porque por un lado no sabemos realmente hacer otra cosa, y por otro, es incluso cuestionable que otra cosa sea posible. Me explico. Es fácilmente concebible que yo forme a alguien como «filósofo», enseñándole la historia de la filosofía, ideas conocidas y su estudio y básicamente mostrándole lo que ya se ha hecho. Lo que no es fácilmente concebible, es cómo formar a alguien para hacer algo que no se ha hecho – como por medio de lo conocido (la historia de la filosofía y de sus autores, por ejemplo) puedo dar lugar a lo desconocido (un pensamiento nuevo y original). La valla es sumamente alta y pretensiosa: es como decir que es posible enseñarle a alguien a ser innovador, a ser un gran filósofo. Lo más probable es que no se pueda, al menos bajo nuestro entendimiento tradicional de lo que es posible enseñar, y de lo que es ser creativo.

Pero creo que todo esto apunta a la necesidad de reconocer que hay una reinterpretación importante en nuestra sociedad actual de ambas cosas, tanto de lo que significa enseñar (y qué se puede enseñar) así como de lo que significa ser creativo. Quiero incluir aquí dos referentes en ese sentido, que han aparecido antes en este blog. El primero es Ken Robinson, en una charla TED sobre la manera cómo la educación formal mata la creatividad:

El segundo es una charla TED también, de Elizabeth Gilbert, sobre una manera de reinterpretar lo que significa ser creativo de manera distinta a nuestra clásica idea del «genio» y del talento:

Con esto quiero llegar a lo siguiente: no, probablemente no sea posible educar a alguien para que sea Kant (y tampoco veo por qué querríamos hacer eso). Pero probablemente sí puedo hacer lo siguiente: si entiendo mejor la manera cómo ideas nuevas y originales aparecen en el mundo, puedo crear las condiciones y el ambiente donde eso sea incentivado y promovido por el sistema de formación. Es decir, ampliar la formación de la simple reproducción mecánica de ideas, de generación a generación, y complementar eso con un sistema que favorezca, reconozca y recompense el hecho de asumir riesgos intelectuales, de crear ideas nuevas.

No tenemos esto actualmente, y tenemos, en cambio, mucho de lo que ha señalado Daniel: instituciones y procesos formativos que, mucho antes de enseñarte e incentivarte a filosofar, te enseñan a sumergirte en una lista inacabable de libros (el «canon»), a aprenderlo todo antes de atreverte a pronunciar una sola palabra. Y, al mismo tiempo, el sistema se las arregla para asegurarse del cumplimiento de sus imperativos: cuando intentas no regirte por estas reglas, eres censurado, pública e inescrupulosamente. No sólo por profesores, sino por los mismos alumnos. La gente está aterrada de exponer en simposios, incluso en simposios de estudiantes, o de presentar ideas novedosas en presentaciones en clase, porque saben que incluso antes que las críticas de los profesores llegarán las críticas de los mismos alumnos. No has leído esto, no has tomado en consideración una servilleta oscuro de un autor desconocido que refuta todo lo que dices, y demás. No sabes lo suficiente. El canon filosófico es algo así como el canon minero: es la suma inacabable de derecho de piso que uno debe pagar para ganarse el derecho de algo. Lo más gracioso es que el derecho que uno gana, es el derecho de cobrarle el canon a otros de la misma manera que se lo cobraron a uno.

¿Para qué ir a la universidad?

Pregunta abierta. Pregunta horrible. ¿Para qué va uno a la universidad? Es horrible porque esconde la posibilidad de que uno no sepa bien por qué lo hace (o por qué lo hizo).

Pero, me parece, una pregunta legítima, porque no es tan claro. Porque no es suficiente decir que uno va para aprender, porque, razonablemente, uno podría hacer eso en otra parte. ¿Se trata de adquirir conocimiento? Eso era un requerimiento necesario cuando el conocimiento y la información estaban circunscritos a ciertas instituciones que se dedicaban a cultivarlo y transmitirlo. Cuando una universidad es el único canal viable a través del cual adquirir un conjunto de habilidades y conocimientos, pues tiene todo el sentido del mundo que uno vaya allí para eso.

¿Qué ocurre si deja de serlo? ¿Si, más bien, la información se vuelve un commodity? La pregunta es relevante porque ir a la universidad significa una enorme inversión en tiempo y recursos materiales – no solamente por el costo que uno paga, sino por el costo de lo que uno deja de ganar si se dedicara a cualquier otra cosa. ¿Qué justifica la inversión? Solemos decir o pensar que sólo con una carrera universitaria uno puede tener acceso mejores oportunidades laborales y profesionales – lo cual de entrada parece justo, pues uno dedica una mayor inversión esperando un mayor retorno. ¿Pero qué justifica ese mayor retorno, si el conocimiento puedo adquirirlo en otro lado?

Tomar, por ejemplo, una carrera de filosofía – el único ejemplo que propiamente conozco, y que además se presta bien a mi punto porque lo principal que se intercambia durante muchos años es información. Asumiendo que uno tiene acceso a ciertos recursos, todo el contenido de una carrera de filosofía puede conseguirlo en un lugar que no es una universidad. Los textos que se leen pueden conseguirse en librerías, en la web, o incluso pueden facilitarse reproduciéndolos de bibliotecas. La currícula, la selección discriminada de cosas que uno debería enfocar o revisar, puede conseguirse también en línea: puedo, por ejemplo, ver el plan de estudios de las carreras de filosofía de las mejores universidades y seguirlo por mi cuenta, o utilizar plataformas como el OpenCourseware del MIT para utilizar los materiales en línea, libremente disponibles, de sus cursos de filosofía.

Inmediatamente surgen tres objeciones posibles. La primera es que bajo este utopismo autodidacta, uno no tiene acceso a uno de los principales recursos de valor en una formación universitaria: los profesores. Totalmente cierto. Sin embargo, a uno no le es negado del todo este acceso. De hecho, es mi experiencia personal que cuando uno intenta contactar profesores, aún cuando no sean de la universidad o incluso del mismo país, suele recibir respuestas favorables de gente dispuesta a ayudarlo a uno con sus dudas y preguntas, ofreciendo recomendaciones y sugerencias y dispuestas a mantener una discusión sobre el tema. No ocurre siempre, y ciertamente no digo que esto sea un sustituto, pero se tiene cierto grado de acceso a este importantísimo recurso. De hecho, frente a este argumento uno podría preguntarse si es, entonces, válido involucrarse en toda la inversión que significa una carrera universitaria de cinco años, o si no podría, más bien, vincularse de manera particular con un profesor, de la misma formación (incluso de la misma universidad), por una inversión mucho menor pero para un intercambio mucho más personalizado (de nuevo, regreso a la pregunta por lo que uno está pagando cuando invierte en una formación universitaria).

La segunda objeción es que mucha gente no tiene la facilidad para seguir este tipo de planes de estudios por su cuenta, y participa de la formalidad que ofrece una universidad lo obliga a seguir cierta estructura, cumplir con requerimientos, presentar exámenes y trabajos y recibir notas. La universidad en este sentido es entendida como orden y seguimiento del estudiante. Pero, ¿es por eso por lo que uno invierte? Y si así lo hiciera, ¿consideraría justificada la inversión? En todo caso, podemos decir que mientras exista este público -que probablemente lo haga siempre, porque todos lo necesitamos en alguna medida- la universidad tiene garantizado un público objetivo. Pero creo que cabe preguntarnos si para eso tenemos universidades.

La tercera objeción posible me parece la más determinante, hablando desde mi experiencia personal. Se trata de que la experiencia universitaria es más que la simple transferencia de conocimiento – al menos, más que su transferencia en sentido estrictamente formal. En otras palabras, el acceso a las personas con las que uno estudia, al mismo tiempo y en el mismo lugar, con las que discute, hace preguntas, colabora, se burla de la vida, comparte traumas y demás cosas, es probablemente lo más valioso del entorno universitario. Es quizás en ese contexto donde, al menos como yo lo veo, uno puede tener las conversaciones más gratificantes y las discusiones que realmente lo llevan a uno a descubrir las cosas que uno mismo piensa y quiere hacer (que no siempre suele coincidir, y no debería, con lo que los profesores piensan y quieren que uno haga). Pero si me amparo en que esto es, quizás, lo más irreemplazable (no por eso lo único) de la experiencia universitaria, entonces quizás el significado de ir a la universidad no sea propiamente adquirir conocimiento, pues eso lo puede hacer uno de muchas maneras cuando el acceso a la información se ve simplificado.

¿Entonces para qué vamos? ¿Para interactuar? ¿No podemos pensar en maneras más eficientes, en términos económicos, de generar esas interacciones a través de diferentes tipos de redes de aprendizaje y de intercambio de conocimiento?

¿Y por qué le hemos dado tanto valor a esta formación? Cuando, además, suele ser el caso que uno sale al mundo real y se encuentra con que de todo lo que aprendió, una enorme parte no se aplica, y otra enorme parte uno sólo puede realmente aprenderla experiencialmente. ¿Por qué no nos dedicamos a adquirir ese conocimiento experiencial desde mucho antes?

Permítanme aclarar que soy el primero en considerar que ir a la universidad es una experiencia valiosa (pero mi juicio al respecto está obviamente parcializado). Pero creo, al mismo tiempo, que no sabemos bien por qué vamos, o qué queremos sacar de ello, o qué hacemos allí. Las cosas funcionan más o menos porque así han funcionado siempre, a pesar de que el mundo fuera de las universidades se mueve por completo a otro ritmo. Quizás sea el caso de que uno no pueda plenamente reemplazar una educación universitaria con una conexión a la web y un enlace directo a Wikipedia. De hecho, creo que ése es el caso. Mi pregunta va en otra dirección: si hay una porción que de hecho se puede reemplazar, ¿cuál es el valor del saldo, del valor agregado que resta? Ese valor agregado, ¿justifica la inversión que de hecho hacemos, o deberíamos tener otras expectativas de ese espacio para que la inversión sea realmente justificada? Si no vamos para lo que creemos que vamos, sino que vamos por otra cosa, ¿no deberíamos estar reconsiderando el valor de la inversión que hacemos?

Punk, cyberpunk y steampunk

Apropiaciones, o reinterpretaciones, de los ideales de la Modernidad. Reacciones, mejor dicho, ante las grandes edificaciones conceptuales, las grandes promesas y las grandes desilusiones de ideales demasiado grandes para poder plenamente realizarse. La música punk que surgió desde fines de los años 60 vino acompañada y sustentada por todo un aparato ideológico y cultural, una estética y una forma de vida que buscaba significar un quiebre respecto a la tradición musical de los años previos. El rock se había corrompido: se había masificado, tecnificado, comercializado, y había perdido el núcleo de su capacidad expresiva, de su pureza artística, si se quiere. La estética punk, en cambio, se amparaba en una forma musical del DIY (do it yourself): reducir la complejidad, ampliar la capacidad de que una persona, o un grupo, puedan hacer música y expresarse. Los grupos de punk eran más simples en su configuración: una guitarra, un bajo, una batería. Las guitarras tocando acordes simples en quinta, fáciles de aprender y reproducir. La expectativa respecto a la calidad era baja – la distorsión, la mala calidad en la grabación, las voces resquebrajadas. Cualquiera puede cantar.

La actitud respecto a la música se refleja también en una actitud ideológica, una actitud politizada, respecto al “sistema” en general. El punk revive raíces anarquistas, de rechazo ante la autoridad, ante el status quo y las normas establecidas. Lo hace sin tener, realmente, una visión alternativa sobre cómo debería ser la sociedad (para lo revolucionario del punk, podríamos decir, no hay una propuesta utopista como la del marxismo, por ejemplo, y no podría haberla).

Esta actitud, esta forma ideologizada, cultural del punk, la podemos encontrar también en dos de sus reinterpretaciones que aparecieron luego, entre los años 70 y los 80. El desarrollo tecnológico de estos años empezó a revelar cada vez más la tecnificación profunda del mundo: la tecnología cada vez más obviamente dejaba de ser simplemente herramienta, accesorio, para convertirse en principio articulador. La computadora se vuelve personal, y se interconecta. Se vuelve omnipresente. De maneras cada vez más cotidianas, avances tecnológicos empiezan a transformar el curso de nuestras vidas individuales. Y surge, al mismo tiempo, la desconfianza frente a estas transformaciones, que finalmente reflejan también el avance de procesos globales más allá de nuestra comprensión y capacidad de influencia. Es, también, la época cuando se consolida, de a pocos, la realidad en la que nuestra poder como ciudadanos se diluye frente al poder de grandes corporaciones y conglomerados que se vuelven tanto o más poderosos e importantes que los mismos Estados-nación que supuestamente deben canalizar nuestra voluntad popular.

La literatura de ciencia ficción de la época convierte todo este panorama en el imaginario cyberpunk. Visiones oscuras del futuro, fuertemente influenciadas por el film noir, donde la tecnología se ha vuelto omnipresente y una herramienta de dominación por parte de Estados totalitarios, o peor aún, corporaciones totalitarias capaces de controlar las vidas de los individuos. Es el mundo que encontramos en la película Blade Runner, de Ridley Scott, un mundo donde de diferentes maneras los humanos luchan por preservar su humanidad frente al avance de la tecnología: en el caso de Blade Runner, esto adopta la forma de la persecución de los replicants, androides virtualmente indistinguibles de las personas que, por lo mismo, son proscritos y eliminados del planeta. Los personajes en la literatura cyberpunk, los héroes o antihéroes, son justamente el lado punk del asunto: desconfiados del poder y de la autoridad, encuentran la necesidad de resolver los problemas por su propios medios. No son simples espectadores pasivos, sino que poseen el conocimiento y la habilidad para reformular el curso de los acontecimientos, aunque sea de maneras poco significativas a gran escala. Son hackers, que no aceptan el orden como está establecido y consideran que se puede reformular, mejorar. Por ello mismo, viven al margen del sistema, huyendo, perseguidos. Su insistencia en desarrollar y proliferar ideas prohibidas es visto como una amenaza por un sistema altamente tecnificado, e interesado en su propia autopreservación.

Parecido, pero diferente, es el universo steampunk. La visión oscura, muchas veces distópica, del futuro, es reemplazada por la visión de un pasado alternativo, un pasado de máquinas a vapor y tecnologías que nunca existieron o que no pertenecen a un siglo XIX reimaginado de manera futurista. El universo steampunk reintepreta nuestro pasado tecnológico y lo llena de máquinas fantásticas e imposibles, en un mundo que, de nuevo, está poblado por personajes marginales que manejan ciertas habilidades para sacarle la vuelta al sistema. The League Of Extraordinary Gentlemen, la serie de novelas gráficas de Alan Moore que luego fue convertida en película, refleja esta estética y esta actitud. Uno podría incluso rastrear cierta medida de influencia steampunk hacia otras películas de los últimos años, como Van Helsing, o la más reciente adaptación de Sherlock Holmes.

El hilo conductor que hace a todas estas variantes punk interesantes es la manera como reformulan o reaccionan, a su propia manera, ante los ideales de la Modernidad. No sólo por una cuestión de desconfianza ante estos grandes ideales y grandes proyectos modernos, planteados como proyectos totalizantes y totalitarios. Sino también por la manera cómo plantean lo que significa la resistencia (que es en estas visiones casi pesimistas sólo eso: la resistencia, que no necesariamente se ofrece como la inversión o reestructuración de un sistema más grande que uno mismo). Y, por supuesto, el hecho mismo de que la resistencia no puede venir sino a través del uso mismo de las herramientas de aquello que se resiste. Pero el uso de las herramientas es reinterpretado, resignificado al punto que tiene implicaciones completamente diferentes: podemos usar el rock para expresar un mensaje distinto, aún cuando usemos los mismos instrumentos podemos usarlos de manera diferente, de manera creativa.

O, como en el caso del cyberpunk y del steampunk, la resistencia frente a la tecnificación del mundo no está en huir hacia los montes y escondernos de la tecnología, sino que la resistencia solamente puede venir el uso creativo, de la apropiación de la misma tecnología y usarla como una extensión auténtica. El hacker es el héroe porque desarrolla la habilidad de forjarse su propio destino: allí donde las personas están condenadas a ser esclavos de la máquina, el cyberpunk, el hacker, tiene la capacidad para hacer que la máquina haga lo que él quiere, para exteriorizar, objetivar su voluntad a través del sistema. La subversión, en este sentido, cobra la forma de hacer que el sistema haga lo que el sistema no quiere hacer sin siquiera saberlo. Es una forma de revolución personal, individual y portátil, que está hasta cierto grado desprovista de utopismos y grandes proyectos de reformulación de la sociedad ideal. La sociedad ideal se vuelve simplemente aquella donde más personas adquieren la libertad para utilizar el sistema de esta manera.

Dicho sea de paso, estas reinterpretaciones (cyberpunk y steampunk) han estado también presentes en las historias de diferentes videojuegos, y se me ocurren particularmente dos ejemplos. Uno es el caso de Final Fantasy VI (también conocido como FF III según su numeración estadounidense), lleno de una serie de elementos que podríamos llamar steampunk. En FFVI, encontramos una historia situada en un mundo dominado por tecnología equivalente a la tecnología humana del siglo XIX: motores a vapor, barcos, fábricas industriales, y algunas adiciones fantásticas como dirigibles y trajes mecánicos. El conflicto de la historia gira en torno a cómo un imperio busca usar esta tecnología para dominar y controlar el poder de unos antiguos espíritus, y en el proceso destruyen el mundo. Un grupo de personajes marginales (o que terminan volviéndose marginales) son los héroes que deben restaurar el equilibrio.

En cambio, el siguiente juego en la misma serie de Final Fantasy, Final Fantasy VII, contiene muchos elementos que podríamos considerar cyberpunk, y en una historia bastante similar. Sólo que, en este caso, encontramos tecnología futurista dominada por una megacorporación cuyo poder gira en torno a la capacidad para extraer y explotar la energía misma del planeta. Con esto, genera armas gigantescas y la tecnología para incluso explorar el espacio exterior, pero al hacerlo lentamente matan al planeta, el cual, como organismo vivo, empieza a defenderse (una versión de la hipótesis de Gaia). Es un mundo en el cual no hay Estados, solamente el dominio total por parte de la corporación Shinra y su ejército privado encargado de imponer el orden.

Alejandro Piscitelli, en su libro Ciberculturas 2.0, afirma lo siguiente sobre lo que denomina la “estética neobarroca”:

Lo propio de la creatividad neobarroca es una sensibilidad estética caracterizada por: a) teratología o gusto literario por los monstruos; b) fascinación por los laberintos; c) oscuridad conceptual; d) matemática de los conjuntos; e) entropía; f) negro como emblema cyberpunk; g) culto al héroe, donde la admiración de la fuerza sustituye a la seducción por la inteligencia, y h) estética de alta fidelidad (Calabrese, 1989).

Estas piezas sueltas no arman un buen rompecabezas, pero cuando las ensamblamos en los procesos culturales que despiertan el enojo -por incomprensión- de los analistas y críticos culturales, y la complacencia -por oportunismo- de los actores sociales que forman parte de la movida cultural que los encarnan, emerge una forma de acción social que tiene como ejes constitutivos la simulación, la interactividad y la virtualidad. [P. 92]

Es, sobre todo, esto último, la manera como del punk y de sus ampliaciones y reinterpretaciones se desprende una forma renovada de acción social, y cómo esto engancha con una propuesta estética, lo que creo será necesario seguir desempacando bastante más.

Cosas que deberías saber

Hace tiempo y varias veces y he comentado sobre el vacío que existe, en general, entre la filosofía (hablando desde mi experiencia personal) y la tecnología, en particular las tecnologías de la información. Digo «en general», porque obviamente esto no se da en todos los casos, y hay contraejemplos muy significativos e importantes. Pero estuve pensando un poco en esa separación, y en las nuevas habilidades que hoy son cada vez más necesarias para participar de discusiones que a menudo se dan en múltiples formatos y contextos al mismo tiempo. Así que se me ocurrió compilar estar pequeña lista de habilidades tecnológicas que, a mi humilde juicio, un filósofo debería manejar con mediana competencia para formular un mensaje, participar de discusiones y, sobre todo, para poder comunicar y enseñar diferentes ideas. Aunque lo pienso desde el punto de vista de la filosofía, creo que esto en realidad se aplica para muchas otras disciplinas.

  • Blogs. ¿Tienes uno? ¿Por qué no? Creo que hay muchas ventajas a tener un blog, aunque debo admitir que aquí hay un poco de contrabando ideológico: el tipo de pensamiento que facilita un blog es uno fragmentado, progresivo, en constante construcción y revisión. Dudo mucho que Kant habría bloggeado a través de su periodo crítico, por ejemplo, en el cual se dedicó a construir grandes catedrales de conocimiento. Un blog, en cambio, es como un laboratorio conceptual, donde uno va soltando ideas, discutiéndolas con otros y refinando los conceptos. Y lo obliga a uno, también, a aprender a hablar en un lenguaje más accesible, menos técnico y oscuro. Cosas que uno debería saber: crear un blog (al menos en un servicio como Blogger o WordPress), actualizarlo, moderar comentarios. Los más osados pueden jugar con el estilo visual.
  • Manejar videos en YouTube. Si no tienes una cuenta en YouTube, créala. Eso te permite marcar videos como favoritos y ordenarlos en listas de reproducción, con lo cual puedes mantener un archivo de videos interesantes que vayas encontrando – por ejemplo, puedes recopilar una lista de las conferencias disponibles en línea dadas por un autor o sobre un tema. También es importante saber bajar videos de YouTube, usando una herramienta como TubeMaster++, que luego se pueden utilizar para reproducir en un salón de clase, o dentro de una presentación. Además, deberías también saber subir un video a YouTube. Lo cual me lleva a…
  • Capturar y editar video. Esto ya es un poco más exigente, pero ahora cualquier celular o cámara de fotos también toma video. Acá lo que importa es saber subir el video a la PC, hacerle algunos arreglos menores (por ejemplo, cortar un pedazo relevante), guardarlo y comprimirlo en un formato amigable para que luego pueda subirse a un sitio como  YouTube. Casi todo lo que necesitas para esto probablemente lo tienes ya: la cámara, y un software como el Windows Movie Maker que viene por defecto con Windows (o el iMovie en la Mac). ¿Por qué querrías crear video? Puedes grabar conversaciones, presentaciones, sesiones de clase, en un formato fácil de manejar y usualmente más efectivo que el texto solo.
  • Seguir blogs usando fuentes RSS. El formato RSS es un formato de sindicación – es decir, es una fuente que envía una notificación cada vez que un blog o un sitio de noticias se actualiza. Usando un lector RSS, uno puede mantenerse actualizado con las novedades de cientos o miles de blogs y sitios web, sin la necesidad de visitarlos todos individualmente. Quizás la manera más fácil de utilizar esto es con el lector RSS de Google, el Google Reader, que es además uno de los mejores.
  • Descubrir y ordenar fuentes de información. Hay dos cosas aquí recomendables, además del RSS que ya mencioné. Lo primero es utilizar un servicio de marcadores sociales, como Delicious, que le permite a uno marcar sus favoritos y guardarlos en línea (de modo que uno puede usarlos desde cualquier computadora). Pero además, uno puede etiquetar sus sitios web favoritos con diferentes categorías, y también ver quién más ha marcado ese mismo sitio como favorito y qué categorías le ha puesto. El resultado es que puedo ver qué otros sitios favoritos tienen otras personas bajo las categorías que a mí me interesan, con lo cual uno termina descubriendo todo tipo de nuevas fuentes. La otra gran fuente de información es, por supuesto, …
  • Twitter. Hay muchas razones por las cuales uno podría twittear, o al menos por las que uno debería saber de qué se trata. Pero me concentro en una: Twitter es quizás la manera más rápida y efectiva de descubrir información. Uno simplemente debe dedicarse a cultivar una lista de personas a seguir que tengan más o menos los mismos intereses, y rápidamente estará descubriendo todo lo que ellos comparten con sus seguidores. Twitter ha desplazado en gran medida a muchos otros canales para compartir y descubrir información. Bonus points por utilizar un cliente Twitter de escritorio como TweetDeck, que además les permitirá organizar sus contactos en grupos, y hacerle seguimiento a términos de búsqueda en la red de Twitter (p.ej., muéstrame cada vez que aparezca un tweet que mencione la palabra «filosofía»).
  • Hacer y compartir buenas presentaciones. La clave aquí es «buenas». Mucha gente se queja del Powerpoint, pero en verdad, mucha gente lo usa terriblemente mal (a mi humilde juicio). Así que uno debe esforzarse por preparar una buena presentación visual, diseñada como presentación visual y no sólo como una extensión del discurso o del texto escrito. Hay muchas fuentes en línea con tips sobre cómo preparar presentaciones, pero en general, reglas como no usar más de 7 palabras por diapositiva, de no utilizar viñetas ni listas largas, de nunca copiar textos ni leer directamente de la diapositiva, y de utilizar una fuerte presencia gráfica (que no sea de las imágenes predeterminadas de Office), todo ello ayuda muchísimo a preparar una mejor presentación. Bonus points: comparte tus presentaciones en línea usando un servicio como Slideshare.
  • Crear recursos digitales. Esto suena bastante genérico y lo es, y tiene también mucho que ver con manejar un blog. La idea de manejar un recurso digital es aplicar un poco de todo lo anterior para algún propósito específico. Compilar enlaces, videos, blogs, artículos, referencias bibliográficas, sobre algún tema en particular. O empezar a mantener un wiki con información sobre algo que te resulte de interés, con el tema de un curso o con información sobre un autor o un texto. El objetivo de un recurso digital es crear y mantener una capa de intermediación entre el usuario interesado y el viejo oeste que es la web: realizar el trabajo editorial de verificar y asegurar la relevancia de lo que está siendo compilado. La utilidad y los beneficios de recursos de este tipo son altísimos, y es un trabajo relativamente fácil de hacer.

Estoy dando por descontado lo básico: usar la computadora, programas básicos como el Word, el Excel o el Powerpoint, manejo de Internet, correo electrónico, mensajería instantánea, navegación en la web, uso de buscadores como Google, etc. Sí, todo esto es lo básico, y lo que es lo básico se seguirá ampliando con cosas como éstas conforme vaya pasando el tiempo.

En fin, quizás vaya ampliando la lista si se me ocurren más cosas (de hecho creo que hay varias más, como para una segunda lista) y si se les ocurre algo más que deba ir aquí, inclúyanlo en los comentarios.

Hack the planet

O lo que sería bueno que esto se vuelva, apuntes preliminares sobre ética y estética hacker. En un sentido amplio, o mejor dicho, en un sentido que aún debe ser precisado. Para un poco más de antecedentes, pueden revisar los textos que mencioné hace un tiempo sobre el tema, textos clásicos sobre los que vale la pena volver.

O, también, la propedéutica a la plasticidad de la realidad. Pero vamos por partes.

Primero, quiero rescatar uno de los pasajes que cité antes también, del texto How To Become A Hacker, de Eric Raymond. El pasaje en cuestión dice:

1. The world is full of fascinating problems waiting to be solved.
2. No problem should ever have to be solved twice.
3. Boredom and drudgery are evil.
4. Freedom is good.
5. Attitude is no substitute for competence.

Lo primero a lo que deberíamos llegar con esto es a la desmitificación de la idea del hacker que la reduce al pirata informático, al criminal que haciendo uso de su conocimiento de la tecnología roba identidades, desfalca bancos, explota compañías de tarjetas de crédito y etc. Esta imagen se popularizó mucho en los noventas a partir de las representaciones mediáticas de una serie de casos de perfil alto y, en general, a partir de la incompetencia generalizada de los medios tradicionales para comprender y comunicar el mundo informático que se estaba gestando.

Pero desde los años ochenta, la cultura hacker que se fue forjando era en realidad muy distante de esa imagen, y está más en la línea de lo descrito por Raymond. Los hackers no hackeaban la tecnología con propósitos comerciales o criminales, sino que lo importante del hackear era entender cómo una tecnología funcionaba, y hacerla funcionar de maneras que no habían sido previstas. Durante la prehistoria informática, toda la tecnología estaba allí para ser modificada a voluntad por aquel que tuviera las ganas y el conocimiento para hacerlo. Recién cuando los avances tecnológicos empiezan a salir de los laboratorios de investigación y a encontrar aplicaciones comerciales es que empiezan a establecerse restricciones al conocimiento y a la libertad para jugar con la tecnología a mi gusto – a pesar de que la cultura subyacente, además, ya se había formado con estas ideas también.

Tomemos el punto 1 de Raymond, por ejemplo: «El mundo está lleno de problemas fascinantes que están esperando ser resueltos». La concepción de la tecnología (y podríamos decir del mundo en general) que desarrolló la cultura hacker fue de una realidad que no está ahí para ser utilizada, para seguir las instrucciones. La tecnología está ahí para ser desarmada, entendida, mejorada, compartida. No somos simplemente consumidores de objetos en el mundo, sino que participamos con ellos, los integramos en nuestra vida y al hacerlo estamos legitimados para explorarlos, transformarlos.

Pero la caracterización de Raymond está, y esto me parece interesante, desprovista de cualquier objeto específico. Está el mundo, y están los problemas fascinantes. De cualquier tipo. Lo cual, me parece, nos permite extender la actitud del hacker más allá (pero no al margen de) la tecnología. El mundo, en general, está lleno de problemas fascinantes de todo tipo, que están esperando ser resueltos de una u otra manera. La actitud del hacker puede aplicarse a todo tipo de dimensiones, de objetos, de problemas, pues consiste no tanto en el hecho de jugar con tecnología, sino consiste más aún en concebir la realidad de una manera plástica. Plástica en el sentido de la plastilina, plástica como que podemos ejercer influencia sobre ella, transformarla según visiones alternativas, y no tenemos que aceptarla simplemente como algo dado, que consumimos.

De alguna manera, si nos ponemos un poco filosóficos, es como decir que la realidad misma está allí, esperando ser hackeada.