¿Debería estudiar un posgrado en filosofía?

Creo que este FAQ (Frequently Asked Questions) titulado «Should I Go To Graduate School In Philosophy?» es de lectura imprescindible para todos los que han considerado, están considerando, o están actualmente estudiando un posgrado en filosofía. Está escrito desde adentro, de manera muy cruda y refleja una serie de las complicaciones prácticas que encuentran aquellos que se enfrentan a los estudios de posgrado en filosofía.

Algunas de las secciones más fuertes/interesantes:

Your enjoyment of reading and learning philosophy counts for approximately nil. Nobody will pay you a dime to read things. You will make a good philosophy teacher only if you are good at explaining philosophy to people who know nothing about it and are much less interested in it than you are. You will make a good researcher only if you have lots of new ideas of your own and you like writing about them. If you regularly have to ask your teachers in your classes what you should write about, then you probably do not have enough original ideas to be a good researcher.

Aún así, hay muchos que creen que son distintos a los demás, tan distintos que tienen algo completamente novedoso para ofrecer y que por eso destacarán frente a otros aplicantes:

However smart you may be, when you apply for that coveted position at the University of Colorado, your application will go into a pile of 300 others, of which at least 20 will look about equally good. All 20 of those people will have been the best philosophy students at their colleges. Think about the smartest person you have ever known. Now imagine that there are 20 copies of that person competing with you for a job. That is roughly what it will be like.

Y quizás el más fuerte de todos, respecto a qué tanto puede uno hacerse un espacio en la disciplina filosófica:

Will I influence the field through my insightful articles?

Almost certainly not.

First, it is very difficult to get published in philosophy. The respected journals reject between 90% and 95% of all submissions. No exaggeration. (If you find a journal with a higher acceptance rate than that, it will be one not worth publishing in.) They typically take three months to evaluate your article before rejecting it. Longer delays are not unusual—I once had a journal take two years to evaluate a manuscript of mine. When they finally got back to me, it was to ask me to revise and resubmit the paper. Your prospects are better if you submit to a less prestigious journal, but then virtually no one will read your article. Your ability to get “A”s on your philosophy papers in college does not mean that you will ever be able to write a publishable paper. (See my page on publishing in philosophy.)

Second, consider the sheer quantity of philosophy that is published. As of this writing (2008), the Philosopher’s Index, which indexes almost every academic philosophy publication in any of about 40 different countries, reports 14,000 new records every year. That’s fourteen thousand new philosophy articles and books, per year. Since 1940, about 400,000 philosophy books and articles have appeared. What proportion of those do you suppose the average person in the field has read? Now you can use that guess as an initial estimate of the proportion of philosophers who will read your article.

So when that paper you worked so hard on for so many hours and months finally gets published, it is overwhelmingly likely that almost no one will ever notice, and that the scholarly reaction to your article will be nil.

Es importante matizar que esto, claro, está escrito desde el punto de vista de la academia estadounidense. La verdad, no sé si eso hace las cosas mejores o peores para un estudiante de posgrado en filosofía en el Perú o en América Latina.

Para que lo tengan en consideración si lo están pensando, y si lo están haciendo, pues para que puedan hacer algo al respecto.

Los filósofos y el dinero

Ahora va a salir mi lado más sofista, en el sentido tradicional y poco apreciado de la palabra.

Con el tiempo me ha sido imposible dejar de observar la muy particular relación que tienen los filósofos con el dinero. Esta es una relación históricamente muy compleja y que aún hoy, en la cotidianidad filosófica, es bastante complicada de manejar. El origen de la tragedia se remonta, por supuesto, al buen Sócrates, o quizás más bien a Platón. Por Platón sabemos que Sócrates, a diferencia de los sofistas que manejaban un lucrativo negocio y habían creado toda una industria en torno a la transmisión de conocimiento en la Grecia clásica (y al hacerlo se convirtieron en figuras claves para la ilustración griega), Sócrates se rehusaba a cobrar ningún dinero por sus enseñanzas, porque claro, él sólo sabía que nada sabía, y por extensión, que nada podía cobrar. Por Platón, entonces, sabemos de un Sócrates que ancla la tradición filosófica fuertemente en el ascetismo, pues la contemplación del Bien con B mayúscula, y de las Ideas, con I mayúscula, implica casi necesariamente que uno tiene que dejar de ponerle atención a cosas pedestres y banales como las posesiones materiales o, claro, el dinero. A partir de aquí, la idea de cobrar por el conocimiento de los filósofos pasa a ser equiparado con la sofística, una suerte de venderse intelectualmente al mejor postor sin servir a la Verdad y a la Sabiduría, con V y S mayúsculas, respectivamente.

Por supuesto, esto era relativamente fácil de decir para Platón, pues, a diferencia de Sócrates, él era de una de las familias más importantes de Atenas y ciertamente dinero no le faltaba. Platón, entonces, encarnaba un estereotipo que ha durado hasta el día de hoy: podía dedicarse al estudio de la filosofía porque podía darse ese lujo. Ya que todas sus necesidades materiales estaban debidamente satisfechas, por qué no dedicarse, más bien, a la contemplación de los conceptos.

El problema es, claro, que ni todos somos Platón, ni todos tenemos acceso a los mismos beneficios. Pero como todo filósofo contemporáneo podrá decirles, la misma idea viene adherida a la práctica filosófica en la actualidad: junto con el desconocimiento de la idea «productiva» del filósofo, viene la aceptación de que la filosofía es un camino de ascetismo, de renuncia a lo material y que, por lo mismo, ya que un filósofo está desprendido de lo material, no tiene ni razón ni incentivo para recibir mucho dinero o muchas compensaciones materiales. Cualquier otra cosa, sería sofística, en el peor de los sentidos tradicionales de la palabra. De modo que estudiar filosofía hoy es visto, de nuevo, como una forma de lujo: si me estoy dedicando a algo que todo el mundo sabe es tan improductivo y tan poco rentable, pues debe ser porque tengo las condiciones materiales satisfechas como para darme ese lujo. Cuando todo el aparato económico circundante piensa lo mismo, el efecto se retroalimenta: si esta persona se pudo dar el lujo de estudiar filosofía, no tiene sentido que le paguemos mucho, ¿verdad? P entonces Q.

Claro, el problema es que esto no es verdad. Ni es cierto que estudiar filosofía sea un lujo, ni es cierto que todo aquel que estudia filosofía tenga sus necesidades materiales cubiertas, ni es cierto que no tenga sentido que un filósofo reciba una compensación justa. Pero el tema del dinero está tan alejado de la reflexión filosófica, visto casi como una mancha que ensucia el pensamiento puro, que en realidad los filósofos que salimos al mundo, no solamente no tenemos realmente idea de qué haremos, sino que además no tenemos ni la menor idea de cómo pensar en términos de dinero. La consecuencia práctica, inmediata de esto es harto conocida (por los filósofos): o ingresan al mundo laboral académico, donde son francamente maltratados económicamente por un aparato que los ve como eternos subsidiados, o salen al mundo laboral extra-académico donde no tienen idea de cuánto valen sus habilidades y por tanto no tienen ninguna herramienta a la hora de negociar algo como un sueldo o una tarifa. Para un filósofo, por supuesto con excepciones, es tan extraña la idea de que alguien esté dispuesto a ofrecerle un trabajo, que lo terminan viendo más como un acto de caridad que debe ser aceptado, que como una negociación entre dos partes que tienen elementos de valor que intercambiar (habilidades, y dinero).

El resultado neto es el siguiente: por un lado, filósofos que ingresan en el ámbito académico a ser mal pagados, a trabajar muchísimas horas para compensar que son mal pagados, a matarse preparando clases, corrigiendo exámenes, dando asesorías, todo para que al final del día no les quede tiempo para dedicarse a la investigación, a la reflexión, a la discusión, porque siempre tienen que estar haciendo algo más. O, por otro lado, filósofos que no ingresan en lo académico, probablemente siguen estando mal pagados (aunque no tan mal), pero son vistos como los que se salieron, como los que traicionaron el concepto y por tanto terminan encontrándose excluidos de los núcleos donde, supuestamente, sí tiene lugar el pensamiento propiamente filósofico.

En realidad, hay un tercer grupo, que podríamos llamar los platónicos, que aunque son una minoría de todas maneras existen: son los que, de hecho, estudiaron filosofía porque podían darse ese lujo, porque como no tenían mayores preocupaciones materiales decidieron que, bueno, podían dedicarse a la contemplación del concepto sin mayor reparo. Sobre ellos, obviamente, no trata este post (pero igual no crean que no los estimo).

Mi punto con todo esto no es que el filósofo debería salir al mundo con una tabla de precios bajo el brazo, o que las trincheras académicas deberían rebelarse contra el sistema que los explota injustamente. Simplemente quiero decir que deberíamos perderle un poco el miedo al dinero y estar dispuestos a informarnos más sobre cómo funcionan estas cosas. ¿Cuánto debería ganar un filósofo recién egresado, que sale al mercado laboral? ¿Qué condiciones de trabajo son aceptables, y cuáles son una explotación horrible que no debería ser tolerada? ¿A qué beneficios debería tener uno acceso en el mercado laboral, qué expectativas de desarrollo de carrera, qué posibilidades de aprendizaje?

¿Cómo debería ahorrar uno su plata, sea mucha o poca? ¿Cómo debería uno administrar sus fondos cuando tiene trabajo pagado sólo 9 de cada 12 meses del año? ¿Cómo debería uno pensar en invertir su dinero, o cómo podría invertirlo en uno mismo para mejorar sus propias condiciones laborales o materiales? ¿Cómo debería uno negociar un suelo, qué puede pedir, y qué debería rechazar?

Mi problema está en que como nadie nos enseña a hacernos estas preguntas a tiempo, a un montón de gente le meten la rata horrible. Pésimos sueldos, pésimas condiciones laborales, trabajos que no tienen futuro o cuyo techo de crecimiento es muy bajo, trabajos en condiciones completamente informales y muchas veces abiertamente ilegales, y, sobre todo, trabajos que no son realmente gratificantes. Si para «hacer lo que te gusta» tienes que dictar tantas horas de clase a la semana que al final del día no te alcanza el tiempo ni para comer, eso definitivamente no cuenta como lo que llamaríamos «trabajo realizado». Si terminas teniendo que manejar tres o cuatro cachuelos mal pagados simplemente para tener algún ingreso, eso no sería algo que yo llamaría «trabajo realizado». Y si te encuentras encerrado en el mismo círculo, sin haber avanzado (y con suerte sin haber retrocedido) después de 5, o 10 años, difícilmente creo que eso sea, de nuevo, «trabajo realizado».

No me malentiendan – cualquier persona que viva y trabaje así, y sea feliz, y le vaya bien, bienvenido sea. No estoy aquí juzgando a nadie. Mi único punto es que, en términos generales, nos terminamos metiendo tanto en el rollo de la filosofía ascética, desprendida del mundo real, que nos olvidamos que al final del día los filósofos también pagan cuentas de agua, luz y teléfono. Y que si no tuviéramos tanto reparo, incluso tanto miedo de pensar, o de discutir, de temas de dinero, tendríamos muchas mejores posibilidades para hacer lo que nos gusta hacer, podríamos tener muchas más libertades para dedicarnos a leer, investigar, discutir, pensar, lo que sea. Pero no lo hacemos porque no tenemos las herramientas para ella – ni siquiera lo conversamos entre nosotros. Entre filósofos quizás a uno nunca se le ocurriría preguntarle al otro cuánto gana, o cómo genera ingresos o cómo los administra, porque lo vemos como algo impropio, algo hasta sucio, cuando en realidad en muchísimas disciplinas esto es completamente normal, cotidiano, aceptable y hasta recomendable. Si no tienes las referencias de lo que hacen otras personas con más o menos tu misma experiencia, formación, e intereses, ¿qué referencias puedes tener?

Claro, éste es mi lado más sofista, porque creo que en esto los sofistas la vieron mucho más clara. Uno se tiene que construir su propia industria del conocimiento, uno tiene habilidades que son de valor para otras personas, que uno disfruta usar, y por usarlas debería ser debidamente compensado, no explotado por la sociedad porque no tiene las herramientas para defenderse. Hay una historia aquí sobre la cual siempre me gusta volver, que en realidad son las dos historias que se cuentan sobre Tales de Mileto: la más conocida es, por supuesto, aquella en la que Tales, por andar mirando hacia las estrellas, preocupándose por cosas de otro orden y no por el mundo material, cae en un hueco, y la sierva de Tracia se burla de él por esto, porque está tan ensimismado (o fuera de sí) que ni siquiera se da cuenta de por donde camina.

La otra, menos conocida, que es la que podemos llamar la venganza de Tales, es aquella en la que Tales, a partir de sus observaciones del movimiento de los astros, adquiere la capacidad para predecir los cambios climáticos, y utiliza ese conocimiento para comprar todos los molinos de grano de Mileto. De modo que cuando el clima cambia según sus predicciones, y sale la cosecha, él tenía el monopolio de los molinos para procesar el grano, y Tales se volvió, para efectos de la época, una especia de Mark Zuckerberg de la Grecia clásica.

A estas alturas, a nadie le será difícil darse cuenta de cuál es mi historia favorita de Tales.

¿Filosofía? ¿Qué te pasa?

A lo largo de los años me he ganado con múltiples historias de terror de las reacciones que recibe la gente cuando decide estudiar filosofía. Yo he sido uno de los «afortunados», en el sentido de que en general la tuve fácil: mi familia aceptó y estuvo en paz con la decisión y no tuve mayores obstáculos para hacerlo. Pero en cambio conozco a varias personas que no la tuvieron así de fácil, que tuvieron enfrentamiento y discusiones familiares, o que simplemente no contaron con ningún apoyo y se vieron en la necesidad de financiarse a sí mismos el estudio de una carrera que no es precisamente lucrativa.

Decidir estudiar filosofía significa escoger un camino en la vida que está marcado por el siguiente diálogo, una y otra vez, ad infinitum, hasta el fin de los tiempos:

– ¿Y tú qué estudias(te)?
– Filosofía.
– Ahhhh…
(Silencio incómodo)
– ¿Y a qué se dedica un filósofo, ah?

Cuando uno es abogado, médico, administrador, ingeniero, arquitecto, etc., etc., etc., no se ve obligado a sobrevivir a esta pregunta cada vez que uno conversa con alguien nuevo. Si esto fuera una, dos, diez veces, bueno, pero no, este mismo diálogo se repite exactamente sin ningún tipo de fin, con el agravante de que cuando uno está estudiando aún la pregunta fatídica viene acompañada de un gesto, una mirada que en pocas palabras quiere decir «¿qué te pasa?». Con el tiempo, los filósofos desarrollamos cada uno diferentes mecanismos de defensa para la pregunta: guiones ensayados, respuestas humorosas o reacciones indignadas, según las preferencias de cada uno. Estas preguntas se vuelven particularmente incómodas en el contexto de reuniones familiares donde vienen acompañadas de una batería de preguntas respecto a lo que uno quiere hacer con su futuro, a qué se piensa dedicar, pero cómo piensa uno ganarse la vida, etc.

Tomar la decisión de dedicarse a la filosofía es implícitamente la decisión de que uno no dedicará su vida a las ganancias materiales que vienen, por ejemplo, con una carrera en la banca de inversión – pero al tema del dinero y la filosofía le dedicaré un espacio más explayado en el futuro cercano. Cuando uno estudia filosofía, lo hace sabiendo más o menos bien que eso significa decirle no a una vida de lujos y derroches materiales, a cambio de una vida comprometida principalmente con el concepto y con la teoría en alguna de sus formas.

Para propósitos prácticos (propósitos que, además, le suelen ser esquivos al filósofo), es pertinente distinguir aquí entre qué significa hacer filosofía, y qué puede hacer un filósofo.

La primera pregunta no se responde, o si se intenta responder, se responde filosóficamente, de múltiples maneras, con crisis existenciales de por medio y, en el mejor de los casos, con una considerable cantidad de alcohol de por medio porque, como todos sabemos, in vino veritas.

La segunda pregunta, en cambio, es la que termina siendo relevante para jóvenes filósofos que tratan de entender qué rayos quieren hacer con su vida, sobre todo cuando empieza a hacerse claro que el mundo académico es laboralmente muy complejo. En esa frontera extraña y confusa entre que uno acaba la universidad y pone sus pies en el mundo real, empieza a descubrir que, por mucho que uno pueda entender el tránsito del espíritu objetivo al espíritu absoluto en la descripción de la fenomenología del espíritu de Hegel, para cuestiones más pedestres y cotidianas uno termina siendo un completo ignorante.

Sin embargo, debo decir, luego de haber observado esto un buen tiempo, que la cosa no es tan complicada como parece, siempre y cuando el joven filósofo se muestre abierto y dispuesto a deshacerse del ideal de la torre de marfil y del mito de la caverna con su luz exterior reveladora de verdad, visible sólo para filósofos. Como me gusta decir continuamente, en realidad un filósofo podrá encontrar múltiples oportunidades de varios tipos, haciendo uso de una serie de superpoderes que tiene, pero que probablemente no sabe que tiene. Superpoderes que están cercanamente ligados, por supuesto, a la capacidad analítica y crítica y a la rigurosidad que suelen acompañar a los estudios de filosofía.

Estos superpoderes hacen que un filósofo tenga una predisposición y una capacidad exacerbada hacia el aprendizaje – la posibilidad de rápida y efectivamente aproximarse hacia un cuerpo desconocido de conocimiento para entender su complejidad interna, sus problemas, sus preguntas y sus ideas principales. Dadas las condiciones actuales en las que se maneja la economía, eso representa una habilidad transferible sumamente importante, pues hace posible que el filósofo pueda cómodamente moverse a través de una serie de campos con una base teórica y conceptual muy firme para entender el sentido de esos tránsitos y movimientos.

¿Qué quiere decir esto? Que aunque un filósofo sabe hacer muy poco, tiene la capacidad para aprender a hacer casi cualquier cosa, muy bien y muy rápido. Y aprender, además, de tal manera que pueda formular críticas y descubrir problemas en lo que aprender conforme lo hace. Pues en eso consiste, esencialmente, la educación filosófica. Y esta es una habilidad sumamente valiosa en múltiples sectores e industrias hoy día, cuando la competitividad y la productividad dependen, sobre todo, de la capacidad para generar valor agregado y diferenciado frente al público: en otras palabras, las mejores soluciones a los problemas más interesantes en la actualidad requieren de gente que pueda pensar «fuera de la caja», más allá de los marcos conceptuales en los cuales están formulados los problemas (que son problemas de todo tipo: políticos, sociales, económicos, comerciales, financieros, culturales, etc.). Eso es, precisamente, aquello en lo que destaca el filósofo porque está acostumbrado a moverse entre múltiples sistemas conceptuales en un arsenal de herramientas de las que puede escoger según la naturaleza del problema.

Un filósofo destacará en aquellos contextos donde pueda ver las cosas de manera estratégica, más que táctica. Donde tenga la oportunidad de dar un paso atrás para ver el panorama completo, más que involucrado en la ejecución minuciosa de actividades mecánicas. El problema está en que estos contextos no son precisamente aquello que uno encuentra tan pronto termina de estudiar y se enfrenta al mundo, sino que es más bien algo a lo que uno llega con el tiempo. De modo que uno inevitablemente se encuentra con la necesidad de adquirir y dominar una serie de habilidades y conocimientos complementarios en el camino.

Aún así, me doy cuenta de que este post está escrito en un tono y sentido muy defensivos. Como si tuviéramos la necesidad de justificar lo que hacemos, y por qué lo hacemos, porque nos enfrentamos al escrutinio y al juicio de familiares entrometidos que no entienden nada de lo que nos gusta pero creen que por alguna razón ellos sí entienden el espectro complejo de la complejidad de los asuntos humanos y pueden tomar decisiones mejores que nosotros. Así que creo que lo pertinente también sería, y espero hacerlo eventualmente (pronto), voltear la cuestión y explicar, más bien, por qué debería uno estudiar filosofía.

Ahora, ¿por qué estoy escribiendo esto ahora? Revisando las estadísticas de ingreso a mi blog encontré que había más de una persona que había llegado aquí preguntando por el campo laboral de la filosofía, o por qué hace un filósofo. Con lo cual recordé muchas de las historias que había escuchado de amigos y gente cercana, muchas de las dudas cuando estaba estudiando yo mismo, o que sigo teniendo, y demás. Se me ocurrió que, quizás, haya futuros estudiantes, estudiantes actuales, padres de familia o demás interesados en qué puede hacer un filósofo, porque no conocen bien las oportunidades, el espacio, el campo, las habilidades, y las mismas dudas y problemas. Así que se me ocurrió que, quizás, algo podría aportar a partir de mi experiencia particular, que no es además la típica experiencia en filosofía: estudié filosofía, y he teniendo experiencia académica dictando prácticas en cursos de lógica y temas históricos en filosofía, pero mi trabajo principalmente se ha orientado al estudio y al desarrollo de nuevas tecnologías y herramientas. Mi experiencia ha sido de que con las herramientas que a uno le da la filosofía, uno puede dedicarse a muchísimas cosas e incluso encontrar nuevas ideas y herramientas con las cuales volver sobre la filosofía para explorar nuevos temas y nuevas cosas.

Así que espero que estos comentarios le puedan ser útiles a alguien, en alguna parte, que esté pasando por este tipo de dudas.

Diseño

Otra cosa que he estado estudiando mucho últimamente, y me está gustando bastante, es el pensamiento del diseño. A esto llegué, en realidad, por cuestiones de trabajo, pero he profundizado y ampliado más simplemente porque me parece interesante. Me llamó la atención, sobre todo, un artículo en Smashing Magazine que presentaba al diseñador (web) como artista, como científico y como filósofo – como un poco de los tres al mismo tiempo, pero también como 3 tipos de perfiles de los cuales uno termina siendo dominante para cada diseñador. Obviamente, mi atención se desvió principalmente hacia el perfil del diseñador como filósofo:

Our friend the philosopher sits on a train. He is on his way to meet a company. His laptop is open, and he is reading the business plan — or so it seems. Underneath, the wheels are turning; he is dreaming up a revolutionary way to help the business evolve. The philosopher, a unique breed, incorporates the skills of the artist and scientist while bringing to the table his keen insight into trends and target audiences. He is engaging and friendly, and he shows empathy, that rare and valuable gift.

¿Qué tiene la filosofía del pensamiento del diseño? Y también, ¿qué hay en el pensamiento del diseño que se pueda relacionar con la filosofía? Un artículo en Core77 sobre el mito del pensamiento del diseño me hizo entender un poco mejor la conexión:

What is design thinking? It means stepping back from the immediate issue and taking a broader look. It requires systems thinking: realizing that any problem is part of larger whole, and that the solution is likely to require understanding the entire system. It requires deep immersion into the topic, often involving observation and analysis. Tests and frequent revisions can be components of the process. Sometimes this is done in groups: multidisciplinary teams who bring different forms of expertise to the problem. Perhaps the most important point is to move away from the problem description and take a new, broader approach. Sounds pretty special, doesn’t it?

Pero este mismo artículo es sobre el mito, y en él mismo se señala que, en realidad, este es el proceso propio de cualquier otra actividad o disciplina creativa, y es lo que se ha hecho desde mucho antes de que tengamos tal cosa como el «diseño». Lo interesante del pensamiento del diseño radica, quizás, en el hecho de que reúne una serie de diferentes concepciones sobre el trabajo creativo bajo un mismo contenedor, bajo un mismo proceso. (Otro artículo en Core77 respondía al anterior con un argumento similar.)

Aquí vale la pena hacer una salvedad con una aclaración a lo que me refiero con el pensamiento del diseño – el «design thinking». No es sola, estricta o únicamente el acto o la actividad de diseñar. Este fue quizás mi descubrimiento más grande – uno puede diseñar, en realidad, cualquier cosa. El diseño no está limitado a ilustraciones, ni a edificios, ni a interiores, ni a objetos cotidianos. El diseño podría perfectamente aplicarse al sistema hegeliano de la naturaleza, o a la forma perfecta del Estado platónico, o en fin, a cualquier cosa. Así como soy de la firme creencia de que no hay propiamente problemas filosóficos, sino simplemente problemas, que pueden ser vistos de una perspectiva filosófica, similarmente pienso que no hay, propiamente, objetos diseñables, sino que el diseño es algo que puede aplicarse a cualquier cosa. Implica, como señala más arriba el mito del diseño, una perspectiva sistémica, de entender los objetos en su contexto, en su uso cotidiano, en sus impactos en el tiempo. Entender, en esencia, que el medio es el mensaje, y que el objeto, como medio, tiene consecuencias sociales más grandes que las inmediatamente visibles.

Otra salvedad que vale la pena hacer aquí también, entonces, es que por objetos podemos entender un universo sumamente amplio. Coincidentemente, puedo respaldarme un poco en Ian Bogost quien recientemente comentó sobre el diseño en su relación con las ciencias y las humanidades, como una especie de «tercera vía» que se distingue por enfocarse sobre el mundo de objetos artificiales – algo que Bogost desde la ontología orientada a objetos critica precisamente porque distingue el estatuto ontológico de diferentes ámbitos de la experiencia, en lugar de mantener todas las cosas en el mismo plano de los objetos (entendiendo, por supuesto, objetos en un sentido bastante amplio también).

Entonces empieza a encantarme el diseño y el pensamiento del diseño, cuando empiezo a entenderlo desde este punto de vista: menos desde el punto de vista de manejar Illustrator (aunque no enteramente desconectado), y más desde el punto de vista de trabajar con la experiencia, diseñar modelos, resolver problemas, evaluar hipótesis contrastándolas con la realidad, iterar. Porque siento que, al mismo tiempo, eso describe bastante acertadamente lo que la filosofía significa para mí: aunque no necesariamente se trate de resolver problemas, sí se trata de diseñar modelos, estructuras, conceptos que responden a diferentes necesidades conceptuales o reales. Conceptos que se arman y se desarman según las circunstancias lo requieren. Y, particularmente, porque eso significa también pensar en modelos, diseño, conceptos, filosofías que están más orientados hacia el futuro que hacia el pasado – en la posibilidad de imaginar o diseñar futuros posibles. Odio esta horrible imagen hegeliana del búho de Minerva que levanta vuelo cuando cae la tarde, de que la filosofía solamente llega cuando todo ya pasó, como si no pudiera o no tuviera nada que decir sobre lo que está pasando ahora, o sobre lo que podría pasar después.

Todo lo contrario, creo que la filosofía puede y hasta cierto punto debe (no por eso exclusivamente) enfocarse hacia el futuro. Hacia diseñar conceptos que nos permitan entender mejor nuestros propios problemas, que nos permitan formular soluciones interesantes. Ésa es la filosofía que me gusta, una filosofía que diseña y que, por lo mismo, está llena de errores y vacía de toda certeza. Y debe ser por eso mismo, también, que el pensamiento del diseño me resulta tan interesante.

Educación, humanidades y tecnología

[Foto CC: Post-Katrina School Bus, por laffy4k]

Varias ideas reunidas sobre la educación en las humanidades y cómo está cambiando a partir de la tecnología. Si no quieren leerlo todo, igual les pediría que revisen la última y me den sus ideas.

Des-escolarizar la sociedad. Vía un texto de Marshall McLuhan llego a Ivan Illich, filósofo austriaco, que tiene un libro llamado Deschooling Society. Una suerte de manifiesto para la reinterpretación de la educación universal en sociedades post-industriales (o informacionales, si nos ponemos Castellianos, y si el adjetivo «Castelliano» existe). Dice Illich:

Universal education through schooling is not feasible. It would be no more feasible if it were attempted by means of alternative institutions built on the style of present schools. Neither new attitudes of teachers toward their pupils nor the proliferation of educational hardware or software (in classroom or bedroom), nor finally the attempt to expand the pedagogue’s responsibility until it engulfs his pupils’ lifetimes will deliver universal education. The current search for new educational funnels must be reversed into the search for their institutional inverse: educational webs which heighten the opportunity for each one to transform each moment of his living into one of learning, sharing, and caring. We hope to contribute concepts needed by those who conduct such counterfoil research on education–and also to those who seek alternatives to other established service industries.

Esto es de 1971, dicho sea de paso. En otras palabras, nuestras nuevas circunstancias culturales tanto permiten como reclaman una nueva forma de educar y aprender. La yapa es que con nuevos procesos/instituciones para el lenguaje y el aprendizaje, se vuelven por extensión necesarios nuevos procesos/instituciones para muchas otras funciones sociales.

Transformar la educación en humanidades. El programa de Comparative Media Studies en MIT (uno de mis programas de postgrado soñados) organizó un simposio bajo el título «Applied Humanities: Transforming Humanities Education». El simposio planteó una discusión entre diversos especialistas que están trabajando con diferentes enfoques y experiencias interdisciplinarias en humanidades con un enfoque aplicado, que van desde el uso de videojuegos como herramientas educativas hasta estrategias innovadoras para la educación en literatura clásica.

El video pueden verlo en su sitio web o pueden descargarlo directamente.

Humanidades digitales. El campo de las humanidades digitales es muy cercano a lo anterior (humanidades aplicadas) pero desde su punto de intersección más específico con la computación y los medios digitales. Es no solamente un campo que se pregunta por cómo las herramientas digitales pueden aportar al trabajo de las humanidades (que sería la lógica de cómo hacer lo mismo pero más rápido o mejor), sino más profundamente cómo las herramientas digitales transforman la actividades académica en las humanidades, y permiten hacer cosas que antes no eran posibles.

El blog de Dan Cohen, director del Center for History and New Media de la George Mason University reúne algunas de las preguntas posibles bajo la idea de «hackear la academia«:

Can an algorithm edit a journal? Can a library exist without books? Can students build and manage their own learning management platforms? Can a conference be held without a program? Can Twitter replace a scholarly society?

As recently as the mid-2000s, questions like these would have been unthinkable. But today serious scholars are asking whether the institutions of the academy as they have existed for decades, even centuries, aren’t becoming obsolete. Every aspect of scholarly infrastructure is being questioned, and even more importantly, being hacked. Sympathetic scholars of traditionally disparate disciplines are cancelling their association memberships and building their own networks on Facebook and Twitter. Journals are being compiled automatically from self-published blog posts. Newly-minted Ph.D.’s are foregoing the tenure track for alternative academic careers that blur the lines between research, teaching, and service. Graduate students are looking beyond the categories of the traditional C.V. and building expansive professional identities and popular followings through social media. Educational technologists are “punking” established technology vendors by rolling their own open source infrastructure.

Estas preguntas se volvieron la base para Hacking The Academy, un libro escrito colaborativamente en menos de una semana y que reunió aportes en una serie de categorías vinculadas a cómo la tecnología hackea la academia, o cómo replantea sus prácticas y sus instituciones.

Integrando la tecnología y las humanidades. En paralelo, pero en relación con todo lo anterior, he estado pensando últimamente en armar un taller sobre herramientas tecnológicas para humanistas y académicos. Me han hecho varias preguntas al respecto y podría ser una idea interesante, donde podría compartir un poco mi propia experiencia con herramientas digitales como este mismo blog, el uso de wikis como materiales de curso y otras plataformas o herramientas que podrían ser útiles para humanistas en la actualidad, y la manera como estas herramientas transforman nuestro entendimiento tradicional del trabajo en las humanidades.

Aún la idea es totalmente embrionaria, pero quiero compartirla primero para ver si más personas consideran que sería una idea interesante, pero sobre todo para que me ayuden a armar la lista de contenidos. ¿Qué cosas les gustaría ver en un taller como éste? ¿Qué preguntas tienen sobre tecnología, academia, humanidades y educación para las que no tienen respuestas claras? Cualquier sugerencia sobre preguntas, temas, contenidos o demás es bienvenida para la preparación de este taller experimental.

El filósofo como DJ

[Foto CC: DJ Krush, por Lynt]

El filósofo como DJ. Discutiendo una serie de imágenes que describen la multiplicidad de formas posibles de hacer filosofía con Daniel, Raúl y Víctor, empezamos a elaborar una serie de tipologías que describen las actitudes que suelen tomar los filósofos frente a su actividad. El filósofo como sacerdote dedicado a la prédica del texto sagrado, el filósofo como curador de museo comprometido con el ordenamiento sistemático de la obra de un pensador, y así sucesivamente.

Pero ésta fue la imagen que más me gustó. El filósofo como DJ. Pone un disco (una idea, un concepto, un autor, un ejemplo, etc.) y lo deja sonar un rato, lo prueba un poco con su público, y luego sobre esa pista pone otra haciendo todo lo posible porque cuadren bien, porque estén sincronizadas. Las deja sonar un rato y sobre eso prueba con otro sonido, otro disco, otro sample, y así sucesivamente, jugando permanentemente con la reacción y las expectativas de su público que le marcan la pauta, mientras el filósofo DJ a su vez le marca la pauta al público.

El filósofo DJ es el de los laboratorios, el de los experimentos, el que juega más allá de los cánones y empieza a mezclar diferentes pistas para jugar con los resultados. El valor de la presentación del DJ consiste en su capacidad creativa para recontextualizar, para plantear un nuevo marco de comprensión y de experiencia para las pistas que ofrece. Su capacidad es tanto más amplia cuanto más amplia, diversa, múltiple sea su colección de pistas y discos para jugar.

No es la única manera de hacer filosofía, porque hay muchas maneras válidas de hacer filosofía. Y la manera que uno escoja depende en gran medida de cuestiones de carácter, de afinidades, de temperamentos. Pero es la imagen que más me llamó la atención, y la manera de hacer filosofía a la que me gustaría llegar.

Paréntesis metafilosófico, 4

De la filosofía como laboratorio. Quiero finalizar, brevemente, considerando algunas de las características que tiene esta reconcepción del quehacer filosófico, tanto teórica como prácticamente. Me gustaría esbozar una idea posible de hacer filosofía que responda a algunos de los problemas que he mencionado, a partir de las ideas de Daniel Luna. ¿Cómo podemos reintroducir en la formación filosófica la importancia de la originalidad y la creatividad? ¿Cortar con la depenencia de ciertos cánones y con la adscripción hiperespecializada a autores y escuelas? Que, además, sea capaz de dialogar consigo misma y con otras disciplinas productivamente.

Me gusta la idea de una filosofía como laboratorio. Me gusta porque creo que reivindica uno de los componentes principales que hemos intentado censurar, que es la importancia del fracaso como constituyente del proceso formativo. Estamos aterrados del fracaso, y por extensión aterrados de tomar riesgos. Nos enseñan miles de formas posibles de evitar los riesgos: no afirmar más de lo que podemos respaldar con otros autores, inundarnos de notas al pie de página y bibliografía para que nuestros lectores hipotéticos crean en lo que decimos, mantenernos siempre dentro de ciertos parámetros que no desafíen mucho los límites de lo establecido. Mientras no amenaces a nadie, te irá bien. Y lo aprendemos excelentemente. Y vamos a un simposio de estudiantes y podremos ver lo excelentemente bien que lo aprendemos y lo aplicamos.

Pero eso hace que no nos atrevamos a postular la hipótesis sugerente, la reinterpretación interesante, o el desafío punzante que sabemos causará una polémica dolorosa, que nos atacarán por eso, haremos el ridículo públicamente y seremos recordados eternamente por eso. Por hemos construido un sistema en torno al inmenso costo del éxito: no se supone que nos vaya bien desde temprano. Se supone que debemos acumular y acumular trabajo de hormiga durante muchos años, para que después de decir muchas cosas de poca envergadura nos ganemos el derecho de que nos hagan algo de caso cuando digamos algo bastante más pesado. Lo que no te dicen es que para cuando tengas ese derecho ganado, probablemente las ganas de soltar las tesis arriesgadas ya se te hayan ido por completo.

Del mundo de la informática he aprendido dos ideas que me parece se aplican excelentemente bien a esta nueva forma de entender la filosofía. Una es la manera como Google entiende sus procesos de desarrollo de software: «release early, release often, iterate». No esperar a la perfección, sino que una vez que uno tiene un modelo funcional, lo lanza al mundo tan pronto como puede, precisamente para que sea destruido, criticado, ampliado, extendido, mejorado, colapsado. A partir de eso uno puede revisar su modelo, mejorarlo en todo lo posible, y lanzarlo de nuevo. En lugar de apuntar hacia un éxito sumamente caro, es la estrategia que apuesta por un fracaso sumamente barato: se anticipa que el producto fallará, por tanto cuando lo hace, nadie se sorprende ni se ofende, sino que es el inicio del ciclo de mejoramiento del modelo.

Ésta idea va sumamente de la mano con la idea detrás de «rapid prototyping». Como su nombre lo indica, consiste en reducir al mínimo posible el tiempo entre la idea original y la construcción de un prototipo. En lugar de esperar a tener el concepto y el diseño perfectos, pulidos totalmente, y luego mandarlos a producción, se trata de coger la idea embrionaria y construirla lo antes posible, para luego, de nuevo, irla mejorando. El primer prototipo, muy probablemente, será nefasto, pero no importa, pues ése es su objetivo.

¿Qué pasaría si hiciéramos lo mismo con la filosofía? Tendríamos un escenario en el cual la gente no entiende los productos filosóficos – una tesis, un artículo, una conferencia, un libro, etc. – solamente como productos, como el resultado de un largo y dedicado proceso en solitario de investigación detallada y pormenorizada, sino como un proceso abierto y siempre cambiante. Compartir y discutir ideas todo el tiempo, e irlas mejorando permanentemente. Estar constantemente en discusión con los demás, con otros lenguaje y otras perspectivas, para ir mejorando mi modelo y mis ideas, para irlas haciendo más sólidas.

Reducir el costo social del fracaso quiere decir, también, que hay mucho más espacio para tomar riesgos respecto a las ideas que planteamos. Porque ya no estamos poniendo en juego el trabajo de meses, o años, de investigación que podrían ser tirados por la borda, sino que mucho más rápidamente podemos evaluar el mérito, el potencial y el interés de una idea si estamos dispuestos a compartirla desde temprano, antes de decidirnos a alimentarla. Esto también cambia nuestra actitud hacia los productos y las ideas de otras personas: si empezamos a asumir que todos estos productos están siempre en su versión «beta», la crítica y la discusión se vuelven la norma y no la excepción, pero ya no con el significado ácido de destruir el trabajo del otro (porque finalmente es un trabajo en beta), sino simplemente por un tema de interés.

Creo que recién estamos empezando a ver los primeros esbozos de esto – creo, también, que es bastante significativo que esta discusión surja y circule a través de diferentes posts en blogs de filosofía. Empezar a publicar en un blog implica reconocer, en primer lugar, que se publica para discutir, y al mismo tiempo que se publican ideas en borrador, que van mejorando constantemente. Y eso está bien: significa que hay mayor espacio para la experimentación, para el descubrimiento y para la interacción. Durante tres años y medio yo he tratado este blog como mi propio laboratorio personal – donde publico ideas que utilizo luego en clases, en presentaciones, en ponencias, etc. Cada artículo individual de este blog no es quizás tan interesante, pero para mí, a título personal, me permite volver sobre una historia de tres años y medio donde puedo revisar cómo mis propias ideas han ido evolucionando, en discusión y en referencia a otros autores e ideas que existen también en la web.

No intento decir ni por asomo que el nuevo quehacer filosófico es filosofía en blogs. Eso sería tonto e incompleto. Pero es un esbozo, una característica, un ejemplo. ¿Qué más se puede armar a partir de aquí? El costo de asociarnos está en el piso. Formar grupos de lectura, grupos de trabajo interdisciplinarios es más fácil que nunca, y no tienen por qué girar, como ilustra Alejandro León, únicamente en torno a la figura de la lectura colectiva de un texto. Un grupo de trabajo puede producir constantemente – puede publicar actas, artículos, discusiones, videos, opiniones, lo que fuera. Puede publicar un blog, puede crear una página en Facebook, puede imprimir y fotocopiar un fanzine de filosofía, ¿por qué no? Editen un libro colectivo – 10 personas, 10 artículos, 10 copias cada uno son 100 copias, repártanlas por el mundo y discútanlas, impriman más a pedido. Pueden armar grupos de discusión, filmarlos y colgarlos en YouTube. O escriban los artículos y organicen simposios, de ingreso libre, con artículos escritos en un lenguaje accesible, y empiecen a invitar gente. Empiecen a hacerlo regularmente y vayan ajustando la mecánica según los resultados que obtengan. Todo esto es fácil de hacer cuando lo enfocamos como diferentes formas de experimentos, no como instanciaciones del espíritu absoluto haciendo su paso por el mundo.

Sí, todo esto suena bastante poco académico, pero eso no me preocupa mucho, porque no me suena poco filosófico. Finalmente, se discuten y debaten ideas, se hacen y comparten propuestas, y una de las cosas más interesantes: se presentan ante un público que no necesariamente es especializado. Creo que esto es sumamente valioso porque rompe con el encierro académico que marca a la filosofía, el mismo encierro académico que hacía que botaran a Pitufo Filósofo de todos los episodios de los Pitufos. Era insoportable, diciéndole a los demás cómo debían hacer las cosas. Si no queremos ser expulsados de la polis de la misma manera, no debemos pretender educar, sino conversar con los demás, romper con ese encierro académico.

No es ni sería la única forma de hacer filosofía, ni tendría por qué serlo. Es la manera como yo me imagino hacer filosofía y la encuentro, al mismo tiempo, divertidad: porque así como no pienso que la filosofía sea una magna tarea, especial entre todas las demás, tampoco creo que tenga que ser una obra de sufrimiento intelectual, de sacrificio por el avance de la humanidad. La filosofía también debería ser una actividad divertida, interesante y gratificante para quienes se sienten en la libertad de ejercerla, que no necesariamente tiene que ser algo limitado por los parámetros que conocemos del mundo académico. Hacer filosofía no es, ni debería ser, sinónimo de conocer la historia de la filosofía.

Paréntesis metafilosófico, 3

Pequeñas anécdotas de las instituciones filosóficas. Si la filosofía es más que simplemente la transmisión de información y la alimentación de un canon, ¿qué es? Si estamos diciendo que son valiosas cosas como la formación de la creatividad y el fomento de la interdisciplinariedad, ¿cómo se ve eso dentro de la formación filosófica?

Hay mucho, mucho, mucho que se puede decir de esto. Lo que quiero considerar aquí es una visión de la filosofía entendida como una forma de laboratorio. Pero esto no está necesariamente atado a sus instituciones – en otras palabras, esto no necesariamente va de la mano con la idea de que esto es la filosofía propiamente académica o universitaria como la hemos conocido. Creo que la necesidades (y posibilidades) que tiene la filosofía hoy hablan en gran medida, también, del hecho de que son posibles y necesarios nuevos espacios e instituciones construidas a su alrededor. Así como reintepretamos lo que significa formar en filosofía, tenemos la oportunidad de reinterpretar la forma que tendrán las instituciones que harán esto.

Creo que el tema de las instituciones es importante. Daniel hace en un momento el siguiente comentario:

Creo que ese es el extremo que habría que denunciar. No se trata de no tener un manejo serio y riguroso de la tradición filosófica de la cual uno se reclama heredero, o por la cual uno siente interés. El problema es reducir el quehacer filosófico a un mero comentario “parasitario” siempre de un gran texto filosófico. A mi juicio, la filosofía deviene un “jueguito” académico donde nos sentamos a escribir sobre grandes textos con muchas citas y lecturas de especialistas sobre cuál sería la mejor lectura posible de un texto. Sin embargo, creo que se decapita lo importante. Me gusta pensar en esa actividad como algo diferente a la filosofía, aunque no sea menos importante. Creo que ese paradigma de comentarista, si bien a uno lo hace comprender muy bien varios aspectos de la historia de la filosofía, creo que tiene como ideal a personajes como Hermann Bonitz o Hermann Diels. En pocas palabras, no creo que ser un scholar es algo equiparable, sin más, a ser un filósofo.

Estoy totalmente de acuerdo con lo que dice, pero creo que hay que hacer una salvedad. Pues gran parte del problema se encuentra en el hecho de que éstas son las reglas de juego aceptadas, reconocidas y validadas por las instituciones existentes. Es decir, como filósofo, puedes estar en desacuerdo con que éstas sean buenas reglas. Pero si quieres jugar el juego de la filosofía académica, no tienes realmente mucha alternativa más que seguirlas. El no hacerlo simplemente consigue la exclusión del circuito establecido, con la consecuente pérdida de acceso a oportunidades e, incluso, de acceso a la posibilidad de cambiar las reglas de juego.

Lo cual me parece que trae a colación otro de los temas que menciona Daniel sobre la «formación en lo convencional. En el cuarto artículo de la serie, menciona lo siguiente:

En primer lugar, creo que Raúl y yo estamos en la misma línea cuando considera que es necesario formarse en lo “convencional”. Mi manera de entenderlo ya la he expresado varias veces: uno necesita tener un conocimiento serio y riguroso de la historia de la filosofía, así como el quehacer académico. Es una condición necesaria, pero no suficiente. Hablar con fundamento exige un conocimiento de aquello que se habla y crítica (la máxima fenomenológica por excelencia).

Éste es uno de los temas que me resulta más difícil de comentar. Finalmente, a pesar de todo lo que yo mismo puedo pensar, yo mismo he sido formado en lo «convencional», en gran medida. Y sí coincido -quizás, inevitablemente, por eso mismo- en que hay un enorme valor y una gran importancia en ello: sin esta información y formación «básica», son muchas menores las posibilidades que uno tiene respecto a lo que uno puede construir. El argumento a favor aquí puede analogizarse con las piezas de Lego: mientras más formas diferentes de piezas tiene uno a su disposición, más diversas y variadas resultan las construcciones que uno puede elaborar.

Pero creo que hay aquí una trampa con la que uno debe tener mucho cuidado. Y es que, con un alto grado de probabilidad, la formación de lo convencional producirá, justamente, lo convencional. O seamos más específicos: la formación en lo convencional, utilizando los métodos y herramientas convencionales, resultará en la gran mayoría de los casos en la reproducción de lo convencional. Esto me resulta claramente una ilustración de mi lugar común favorito, de que el medio es el mensaje: creer que la formación en un contenido no está directamente asociada a la reproducción de sus objetivos es una idea que puede resultar engañosa. En la reproducción de lo convencional no reproducimos solamente una serie de ideas neutrales de autores y escuelas del pasado; en la definición misma de lo convencional estamos haciendo ya valoraciones y juicios sobre lo que es destacable del pasado, y adelantos sobre lo que encontramos valioso para el futuro. No digo de ninguna manera que esto sea inescapable, pero sí que no debemos ser ingenuos ante esta posibilidad.

En gran medida, es muy probable que una reconcepción del quehacer filosófico pueda verse como algo bastante diferente de lo que conocemos hoy, de un trabajo de escritorio, de biblioteca, del filósofo solitario como lo ilustra Daniel. ¿Qué haremos en ese caso? Quizás nuestro primer instinto sea reaccionar diciendo que no, que eso no es filosofía. En ese caso, entonces, es posible que esto ya haya sucedido: pensemos en todas aquellas cosas que existen ya hoy día, a las cuales miramos y con confianza en el presente decimos que no, que esas no son formas de hacer filosofía, por X o Y razones. Que eso debería llamarse otra cosa, pero que no es filosofía. ¿Por qué no es filosofía? Simplemente porque no se parece a lo que conocemos, a lo que llamamos filosofía. Lo cual es, claro, una petición de principio.

Tenemos que estar dispuestos a repensar las instituciones de la filosofía si queremos estar dispuestos a repensar lo que significa hacer filosofía. Eso no quiere decir que lo que sea que resulte de esa reinterpretación será completamente ajeno, completamente irreconocible y completamente desligado de todo lo anterior – eso es, me parece, imposible. Pero sí quiere decir que nos los debemos a nosotros mismos, incluso desde lo que entendemos usualmente por filosofía, el estar dispuestos a reconsideraciones radicales de nuestros marcos de referencia de lo que nosotros mismos somos. Quizás eso implique salir de los salones universitarios, quizás eso implique ver más allá del ámbito académico, quizás eso implique pensar en un trabajo que no se da en aislamiento, que no se da sólo como lectura y reinterpretación, que no se da por los medios a los que estamos acostumbrados. Quizás, incluso, se da de múltiples maneras al mismo tiempo.

Paréntesis metafilosófico, 2

Mi intención original con este paréntesis metafilósofico era soltar una serie de comentarios de un tirón, pero conforme se fue alargando creo que se volvió pertinente separar las ideas en torno a puntos más generales.

Del canon, del dogma y de la escuela. En la primera parte terminé hablando un poco sobre el problema del canon, en la medida en que me parece que cometemos un error si consideramos que la formación filosófica se limita a comunicar información sobre el canon de libros, autores e ideas que un filósofo debería supuestamente conocer. Los posts sobre el fin de la filosofía de Daniel Luna hablan bastante sobre este tema, y sobre los problemas que se generan en el quehacer filosófico y la operación de sus instituciones.

Este problema está directamente relacionado con el del significado de la formación filosófica. Si consideramos que la formación filosófica es formación de historiadores de la filosofía, entonces sólo se trata de formar nuevas generaciones en el manejo, reproducción y alimentación del canon. Pero esto es fundamentalmente antifilosófico, y de hecho, son la gran mayoría de los grandes filósofos los que podrían citarse en contra de esto. Coincido también con Daniel en que este tipo de actividad filosófica erudita y exegética no tiene nada de malo y es sumamente deseable – el problema es quizás cuando se vuelve la aspiración principal, e incluso peor, única, de la gran mayoría de la comunidad filosófica. Generación tras generación vemos a enormes cantidades de filósofos que estarían dispuestos, en la teoría, a suscribir la tesis de que el quehacer filosófico es más que la acumulación de pies de página a las obras de los grandes autores. Sin embargo, en la práctica solemos más bien encontrar lo contrario. Al punto en que es sumamente frecuente encontrar autores y filósofos que se diferencian entre sí no tanto por sus actitudes o ideas particulares, sino más bien por sus lealtades hacia tal o cual autor.

Esto genera inevitablemente un efecto enorme de caja de resonancia. Las mismas personas se juntan para compartir las mismas ideas en torno a los mismos temas. E incluso entre los mismos filósofos, esto se vuelve un jueguito aburrido, rutinario y poco enriquecedor. No voy a tales o cuales presentaciones, no leo tales o cuales libros, porque no son del canon de mi escuela, no refieren a mi autor preferido. Y, además, este grado creciente de especialización nos vuelve incapaces para interactuar y dialogar significativamente entre escuelas y tendencias: así, por ejemplo, la bifurcación entre analíticos y continentales sigue siendo, a pesar de todo lo dicho y de figuras excepcionales, más la norma que la excepción. Dialogamos en mayor o menor medida con gente con la que estamos principalmente de acuerdo, y allí donde no lo estamos es porque no coincidimos en la interpretación específica de un determinado texto, oración o palabra cuyo correcto sentido asumimos ingenuamente cambiará el destino de occidente por los próximos tres mil años.

¿Adivinen qué? A nadie le importa.

El mundo no es freudiano, no es marxista, no está estructurado lógicamente, no es lacaniano, no es voluntad de poder, etc., etc., etc. Ningún autor ha llegado hasta ahora con «la verdad» definitiva y no es probable que lo hagan – y todos los autores que son considerados como habiéndolo hecho odiarían que los endiosen, que los endogmen, que los conviertan en estatuas más allá de las cuales no se puede ver. Sin embargo, actuamos como si así fuera. Formamos filósofos como si así fuera, como si tuvieran que decidir desde lo más temprano posible del lado de quién están para que aprendan a decir que todos los demás son mentira, y puedan introducirse en el universo de la hiperespecialización.

Esta entrada se marca por el aprendizaje de un lenguaje particular. No sólo está la filosofía de por sí llena de jerga especializada, conforme nos adscribimos a uno u otro autor, a una u otra escuela, empezamos a complejizar la especialización de nuestra jerga, al punto que al cabo de un tiempo sólo podemos conversar con un puñado de gente. No solamente perdemos la capacidad de comunicarnos con «el mundo real», sino que ni siquiera podemos dialogar con los demás filósofos. Desde que empezamos a ver el mundo únicamente a través de los ojos de un sólo autor, nuestra capacidad para entender otros marcos de referencia y de interactuar significativamente con ellos se reduce enormemente. Ésta es la marca medieval de la formación universitaria, y de la formación filosófica: la formación de maestros a aprendices, donde el aprendiz no ha de superar al maestro sino hasta que éste se lo permita.

Hay un punto central aquí de lo mencionado por Daniel sobre el que quiero hacer énfasis, y es el tema de la interdisciplinariedad. Daniel lo presenta en dos sentidos. El primero es la necesidad del conocimiento de causa sobre aquello de lo que vamos a hablar. Debería parecer obvio, pero si uno quiere hacer filosofía de la ciencia, debería conocer bastante bien el mundo de la ciencia, así como si uno quiere hacer filosofía política, lógica, filosofía de la mente, filosofía del lenguaje, filosofía del derecho, etc., debería estar medianamente informado de lo que habla. En otras palabras: la filosofía es un interlocutor más dentro de una continuidad de discursos y disciplinas que se pronuncian sobre temas comunes. No es la torre de marfil desde la cual uno puede predicar a diferentes disciplinas todo aquello en lo que se equivocan y que deberían hacer de siguiente manera. En la interacción con otras disciplinas la filosofía debe tener la suficiente apertura no sólo para enseñar, sino también para aprender.

¿Verdad trivial? No. Ésta es otra cosa que la mayoría de filósofos suscribiría en la teoría, pero luego no implementaría en la práctica. Desde la torre de marfil de la filosofía nos jactamos de burlarnos de las demás disciplinas, de descartarlas por su falta de rigurosidad, por su desinterés en «las cosas fundamentales», por su materialidad o materialismo, o lo que fuera. En la práctica, descartamos otros discursos simplemente porque no son la filosofía, pero esto significa también que la filosofía es descartada por los otros discursos, por ser la filosofía. No es tanto que nosotros seamos superiores como para jugar con los demás – es que solemos ser pedantes, y ellos no quieren jugar con nosotros. ¿Para qué lo harían?

El segundo punto de Daniel sobre la interdisciplinariedad se desprende de lo mismo, pero es enfocado desde un punto de vista más práctico. Pues, de hecho, si valoramos la interdisciplinariedad deberíamos trabajar con otras disciplinas. Algo que hacemos bastante poco durante la formación filosófica, y que no es incentivado en gran medida. Lo cual nos da, además, una visión sesgada del mundo: una vez que uno sale al «mundo real», se empieza a dar cuenta de que en él uno no está rodeado de filósofos, y uno no tiene realmente ninguna legitimación para sentirse especial, superior o importante. Si nos creemos el rollo de la interdisciplinariedad no es realmente suficiente con afirmarlo, y armar un par de mesas en un coloquio donde tres personas hablan de lo mismo desde diferentes puntos de vista, sino que es un trabajo sostenido, complicado, y que requiere de una serie de soportes institucionales y de mucho entrenamiento para poder hacerlo bien. De lo contrario, no es nada más que un discurso vacío.

Paréntesis metafilósofico, 1

Quiero llamar la atención sobre una serie de artículos que ha venido publicando Daniel Luna en su blog Vacío, sobre el fin de la filosofía (que ha publicado en cinco partes). Creo que son un excelente aporte a una discusión que me interesa mucho, respecto al sentido y la transformación del quehacer filósofico en nuestra época. Hay una serie de puntos particulares sobre los que quiero comentar, además.

El desafío de formar filósofos. Éste es un punto con el cual coincido plena, o casi plenamente con Daniel: nuestras facultades de filosofía, en general -al menos hablando a partir de mi propia experiencia- hacen un gran trabajo de producir no filósofos, sino historiadores de la filosofía. Gente que sabe recorrer muy bien la historia de los pensadores y de las ideas, pero que no dispone de la misma facilidad para formular nuevas ideas y crear pensamientos completamente originales. No es tanto por un tema de incapacidad, sino más bien por uno de actitud. Desde que uno empieza a estudiar filosofía, se instala entre dos impulsos paradójicamente contradictorios que aprende de su entorno: por un lado, la creencia tácita de que, en realidad, la filosofía es alguna forma superior del discurso frente a otras disciplinas (porque se encarga de lo más fundamental, de las cosas mismas, de las esencias, de lo que quieran). Por otro lado, la creencia de que en verdad hay tanto por saber sobre cualquier cosa, que nunca puedes decir que sabes realmente nada y siempre habrá alguien que sabe más que tú, así que mejor dedícate a lo seguro y no te lances con interpretaciones arriesgadas sobre cosas de las que sabes poco.

Con el tiempo me hice de la idea de que ambas cosas eran falsas. Pero nuestra forma de educar filósofos no. No formamos gente para, propiamente, filosofar, sino para ser excelentes comentaristas, críticos agudos (a menudos innecesariamente agudos) y eruditos doxógrafos. Pero en realidad, eso por sí sólo es bastante poco interesante. La historia de la filosofía en términos de acceso a ciertos tipos y cantidades de información es algo que se hace obsoleto con el tiempo – en la medida en que la información se vuelve un commodity, el hecho de saber más o menos sobre ediciones publicadas de la Crítica de la razón pura es trivial, cuando Google puede responder mejor esa pregunta.

El problema es doble, porque por un lado no sabemos realmente hacer otra cosa, y por otro, es incluso cuestionable que otra cosa sea posible. Me explico. Es fácilmente concebible que yo forme a alguien como «filósofo», enseñándole la historia de la filosofía, ideas conocidas y su estudio y básicamente mostrándole lo que ya se ha hecho. Lo que no es fácilmente concebible, es cómo formar a alguien para hacer algo que no se ha hecho – como por medio de lo conocido (la historia de la filosofía y de sus autores, por ejemplo) puedo dar lugar a lo desconocido (un pensamiento nuevo y original). La valla es sumamente alta y pretensiosa: es como decir que es posible enseñarle a alguien a ser innovador, a ser un gran filósofo. Lo más probable es que no se pueda, al menos bajo nuestro entendimiento tradicional de lo que es posible enseñar, y de lo que es ser creativo.

Pero creo que todo esto apunta a la necesidad de reconocer que hay una reinterpretación importante en nuestra sociedad actual de ambas cosas, tanto de lo que significa enseñar (y qué se puede enseñar) así como de lo que significa ser creativo. Quiero incluir aquí dos referentes en ese sentido, que han aparecido antes en este blog. El primero es Ken Robinson, en una charla TED sobre la manera cómo la educación formal mata la creatividad:

El segundo es una charla TED también, de Elizabeth Gilbert, sobre una manera de reinterpretar lo que significa ser creativo de manera distinta a nuestra clásica idea del «genio» y del talento:

Con esto quiero llegar a lo siguiente: no, probablemente no sea posible educar a alguien para que sea Kant (y tampoco veo por qué querríamos hacer eso). Pero probablemente sí puedo hacer lo siguiente: si entiendo mejor la manera cómo ideas nuevas y originales aparecen en el mundo, puedo crear las condiciones y el ambiente donde eso sea incentivado y promovido por el sistema de formación. Es decir, ampliar la formación de la simple reproducción mecánica de ideas, de generación a generación, y complementar eso con un sistema que favorezca, reconozca y recompense el hecho de asumir riesgos intelectuales, de crear ideas nuevas.

No tenemos esto actualmente, y tenemos, en cambio, mucho de lo que ha señalado Daniel: instituciones y procesos formativos que, mucho antes de enseñarte e incentivarte a filosofar, te enseñan a sumergirte en una lista inacabable de libros (el «canon»), a aprenderlo todo antes de atreverte a pronunciar una sola palabra. Y, al mismo tiempo, el sistema se las arregla para asegurarse del cumplimiento de sus imperativos: cuando intentas no regirte por estas reglas, eres censurado, pública e inescrupulosamente. No sólo por profesores, sino por los mismos alumnos. La gente está aterrada de exponer en simposios, incluso en simposios de estudiantes, o de presentar ideas novedosas en presentaciones en clase, porque saben que incluso antes que las críticas de los profesores llegarán las críticas de los mismos alumnos. No has leído esto, no has tomado en consideración una servilleta oscuro de un autor desconocido que refuta todo lo que dices, y demás. No sabes lo suficiente. El canon filosófico es algo así como el canon minero: es la suma inacabable de derecho de piso que uno debe pagar para ganarse el derecho de algo. Lo más gracioso es que el derecho que uno gana, es el derecho de cobrarle el canon a otros de la misma manera que se lo cobraron a uno.