Apropiaciones, o reinterpretaciones, de los ideales de la Modernidad. Reacciones, mejor dicho, ante las grandes edificaciones conceptuales, las grandes promesas y las grandes desilusiones de ideales demasiado grandes para poder plenamente realizarse. La música punk que surgió desde fines de los años 60 vino acompañada y sustentada por todo un aparato ideológico y cultural, una estética y una forma de vida que buscaba significar un quiebre respecto a la tradición musical de los años previos. El rock se había corrompido: se había masificado, tecnificado, comercializado, y había perdido el núcleo de su capacidad expresiva, de su pureza artística, si se quiere. La estética punk, en cambio, se amparaba en una forma musical del DIY (do it yourself): reducir la complejidad, ampliar la capacidad de que una persona, o un grupo, puedan hacer música y expresarse. Los grupos de punk eran más simples en su configuración: una guitarra, un bajo, una batería. Las guitarras tocando acordes simples en quinta, fáciles de aprender y reproducir. La expectativa respecto a la calidad era baja – la distorsión, la mala calidad en la grabación, las voces resquebrajadas. Cualquiera puede cantar.
La actitud respecto a la música se refleja también en una actitud ideológica, una actitud politizada, respecto al “sistema” en general. El punk revive raíces anarquistas, de rechazo ante la autoridad, ante el status quo y las normas establecidas. Lo hace sin tener, realmente, una visión alternativa sobre cómo debería ser la sociedad (para lo revolucionario del punk, podríamos decir, no hay una propuesta utopista como la del marxismo, por ejemplo, y no podría haberla).
Esta actitud, esta forma ideologizada, cultural del punk, la podemos encontrar también en dos de sus reinterpretaciones que aparecieron luego, entre los años 70 y los 80. El desarrollo tecnológico de estos años empezó a revelar cada vez más la tecnificación profunda del mundo: la tecnología cada vez más obviamente dejaba de ser simplemente herramienta, accesorio, para convertirse en principio articulador. La computadora se vuelve personal, y se interconecta. Se vuelve omnipresente. De maneras cada vez más cotidianas, avances tecnológicos empiezan a transformar el curso de nuestras vidas individuales. Y surge, al mismo tiempo, la desconfianza frente a estas transformaciones, que finalmente reflejan también el avance de procesos globales más allá de nuestra comprensión y capacidad de influencia. Es, también, la época cuando se consolida, de a pocos, la realidad en la que nuestra poder como ciudadanos se diluye frente al poder de grandes corporaciones y conglomerados que se vuelven tanto o más poderosos e importantes que los mismos Estados-nación que supuestamente deben canalizar nuestra voluntad popular.
La literatura de ciencia ficción de la época convierte todo este panorama en el imaginario cyberpunk. Visiones oscuras del futuro, fuertemente influenciadas por el film noir, donde la tecnología se ha vuelto omnipresente y una herramienta de dominación por parte de Estados totalitarios, o peor aún, corporaciones totalitarias capaces de controlar las vidas de los individuos. Es el mundo que encontramos en la película Blade Runner, de Ridley Scott, un mundo donde de diferentes maneras los humanos luchan por preservar su humanidad frente al avance de la tecnología: en el caso de Blade Runner, esto adopta la forma de la persecución de los replicants, androides virtualmente indistinguibles de las personas que, por lo mismo, son proscritos y eliminados del planeta. Los personajes en la literatura cyberpunk, los héroes o antihéroes, son justamente el lado punk del asunto: desconfiados del poder y de la autoridad, encuentran la necesidad de resolver los problemas por su propios medios. No son simples espectadores pasivos, sino que poseen el conocimiento y la habilidad para reformular el curso de los acontecimientos, aunque sea de maneras poco significativas a gran escala. Son hackers, que no aceptan el orden como está establecido y consideran que se puede reformular, mejorar. Por ello mismo, viven al margen del sistema, huyendo, perseguidos. Su insistencia en desarrollar y proliferar ideas prohibidas es visto como una amenaza por un sistema altamente tecnificado, e interesado en su propia autopreservación.
Parecido, pero diferente, es el universo steampunk. La visión oscura, muchas veces distópica, del futuro, es reemplazada por la visión de un pasado alternativo, un pasado de máquinas a vapor y tecnologías que nunca existieron o que no pertenecen a un siglo XIX reimaginado de manera futurista. El universo steampunk reintepreta nuestro pasado tecnológico y lo llena de máquinas fantásticas e imposibles, en un mundo que, de nuevo, está poblado por personajes marginales que manejan ciertas habilidades para sacarle la vuelta al sistema. The League Of Extraordinary Gentlemen, la serie de novelas gráficas de Alan Moore que luego fue convertida en película, refleja esta estética y esta actitud. Uno podría incluso rastrear cierta medida de influencia steampunk hacia otras películas de los últimos años, como Van Helsing, o la más reciente adaptación de Sherlock Holmes.
El hilo conductor que hace a todas estas variantes punk interesantes es la manera como reformulan o reaccionan, a su propia manera, ante los ideales de la Modernidad. No sólo por una cuestión de desconfianza ante estos grandes ideales y grandes proyectos modernos, planteados como proyectos totalizantes y totalitarios. Sino también por la manera cómo plantean lo que significa la resistencia (que es en estas visiones casi pesimistas sólo eso: la resistencia, que no necesariamente se ofrece como la inversión o reestructuración de un sistema más grande que uno mismo). Y, por supuesto, el hecho mismo de que la resistencia no puede venir sino a través del uso mismo de las herramientas de aquello que se resiste. Pero el uso de las herramientas es reinterpretado, resignificado al punto que tiene implicaciones completamente diferentes: podemos usar el rock para expresar un mensaje distinto, aún cuando usemos los mismos instrumentos podemos usarlos de manera diferente, de manera creativa.
O, como en el caso del cyberpunk y del steampunk, la resistencia frente a la tecnificación del mundo no está en huir hacia los montes y escondernos de la tecnología, sino que la resistencia solamente puede venir el uso creativo, de la apropiación de la misma tecnología y usarla como una extensión auténtica. El hacker es el héroe porque desarrolla la habilidad de forjarse su propio destino: allí donde las personas están condenadas a ser esclavos de la máquina, el cyberpunk, el hacker, tiene la capacidad para hacer que la máquina haga lo que él quiere, para exteriorizar, objetivar su voluntad a través del sistema. La subversión, en este sentido, cobra la forma de hacer que el sistema haga lo que el sistema no quiere hacer sin siquiera saberlo. Es una forma de revolución personal, individual y portátil, que está hasta cierto grado desprovista de utopismos y grandes proyectos de reformulación de la sociedad ideal. La sociedad ideal se vuelve simplemente aquella donde más personas adquieren la libertad para utilizar el sistema de esta manera.
Dicho sea de paso, estas reinterpretaciones (cyberpunk y steampunk) han estado también presentes en las historias de diferentes videojuegos, y se me ocurren particularmente dos ejemplos. Uno es el caso de Final Fantasy VI (también conocido como FF III según su numeración estadounidense), lleno de una serie de elementos que podríamos llamar steampunk. En FFVI, encontramos una historia situada en un mundo dominado por tecnología equivalente a la tecnología humana del siglo XIX: motores a vapor, barcos, fábricas industriales, y algunas adiciones fantásticas como dirigibles y trajes mecánicos. El conflicto de la historia gira en torno a cómo un imperio busca usar esta tecnología para dominar y controlar el poder de unos antiguos espíritus, y en el proceso destruyen el mundo. Un grupo de personajes marginales (o que terminan volviéndose marginales) son los héroes que deben restaurar el equilibrio.
En cambio, el siguiente juego en la misma serie de Final Fantasy, Final Fantasy VII, contiene muchos elementos que podríamos considerar cyberpunk, y en una historia bastante similar. Sólo que, en este caso, encontramos tecnología futurista dominada por una megacorporación cuyo poder gira en torno a la capacidad para extraer y explotar la energía misma del planeta. Con esto, genera armas gigantescas y la tecnología para incluso explorar el espacio exterior, pero al hacerlo lentamente matan al planeta, el cual, como organismo vivo, empieza a defenderse (una versión de la hipótesis de Gaia). Es un mundo en el cual no hay Estados, solamente el dominio total por parte de la corporación Shinra y su ejército privado encargado de imponer el orden.
Alejandro Piscitelli, en su libro Ciberculturas 2.0, afirma lo siguiente sobre lo que denomina la “estética neobarroca”:
Lo propio de la creatividad neobarroca es una sensibilidad estética caracterizada por: a) teratología o gusto literario por los monstruos; b) fascinación por los laberintos; c) oscuridad conceptual; d) matemática de los conjuntos; e) entropía; f) negro como emblema cyberpunk; g) culto al héroe, donde la admiración de la fuerza sustituye a la seducción por la inteligencia, y h) estética de alta fidelidad (Calabrese, 1989).
Estas piezas sueltas no arman un buen rompecabezas, pero cuando las ensamblamos en los procesos culturales que despiertan el enojo -por incomprensión- de los analistas y críticos culturales, y la complacencia -por oportunismo- de los actores sociales que forman parte de la movida cultural que los encarnan, emerge una forma de acción social que tiene como ejes constitutivos la simulación, la interactividad y la virtualidad. [P. 92]
Es, sobre todo, esto último, la manera como del punk y de sus ampliaciones y reinterpretaciones se desprende una forma renovada de acción social, y cómo esto engancha con una propuesta estética, lo que creo será necesario seguir desempacando bastante más.