Observaciones porteñas, 2

El problema de ser peruano en Argentina

No estoy del todo al tanto de las noticias locales aquí en Buenos Aires, pero el tema de la violencia que ha estallado en Villa Soldati es un poco inescapable. La cosa ha salido por completo de control, al punto que el gobierno de la ciudad ha reconocido su incapacidad para manejar el asunto e incluso está pidiendo ahora la intervención de la infantería para desalojar a los invasores que han ocupado el Parque Indoamericano. Pero el tema también ha cogido revuelo internacional por estar fuertemente ligado al problema migratorio de habitantes de otros países latinoamericanos que vienen a la Argentina en busca de trabajo.

El tema migratorio en Argentina es muy complicado porque, por supuesto, la enorme mayoría de migrantes que llegan de países como Bolivia, Paraguay y por supuesto, Perú, lo hacen en muy malas condiciones, y la mayoría de migrantes termina viviendo en las villas en diferentes lugares de la ciudad. Los peruanos ocupan aquí, además, un lugar tristemente célebre:

Según un estudio sobre migración y mercado de trabajo de bolivianos y paraguayos en el Area Metropolitana realizado por la demógrafa Alicia Maguid y el sociólogo Sebastián Bruno, desde los 90 que viene aumentando la población de estas nacionalidades. En la última década, además, se quintuplicó la cantidad de peruanos. Todos vienen en busca de trabajo, que consiguen en talleres textiles, la construcción o, en el caso de las mujeres, como empleadas domésticas. Como la mayor parte trabajan en negro, acceder a la vivienda es muy difícil para estos inmigrantes, que terminan instalándose en villas y asentamientos.

De modo que no es de extrañar que ser peruano en Argentina sea para muchos de ellos una realidad muy compleja. Ayer me tocó, además, ganarme con una tajada de esta realidad cuando terminé pasando buena parte del día en el Consulado General del Perú: como buen peruano, se me ocurrió ir a hacer el trámite de rectificación de domicilio (el trámite necesario para poder votar en el extranjero) en el último día posible, con lo cual me tocó hacer una cola de una cuadra y un trámite que demoró, en total, alrededor de seis horas, rodeado de la idiosincrasia peruana todo ese tiempo. Desde vendedores ambulantes vendiendo tamales, chicha morada y arroz con pollo en tapers, hasta, por supuesto, la acostumbrada y, para mí, absolutamente despreciable presencia de los tramitadores a lo largo de la cola inventándose requerimientos para vender fotocopias y fotos pasaporte que las personas no necesitan.

En seis horas uno se gana con muchas cosas, que no puedo más que recoger desde el punto de vista anecdótico porque no cuento con mayor información que eso. Pero es una experiencia que uno no puede dejar de relacionar con el trasfondo del problema migratorio detrás del crecimiento de las villas – empezando por la impresionante cantidad de personas que estaban haciendo el trámite, o los rumores que se van pasando entre la gente en la cola: que hubo gente acampando desde las 3am en la puerta del consulado, que la cola desde hacía tres días le daba vuelta a la cuadra, etc.

Pero uno empieza además a hacerse una idea de las condiciones en las que vive la comunidad peruana – claro, sin generalizar, pues no son más que conversaciones específicas que pude escuchar. Como la de una mujer que esperaba la llegada de sus hermanos desde Perú en las próximas semanas, porque la compañía en la que trabajaban en Perú había quebrado así que se iban a probar suerte en Argentina. Así que ahora ella debía buscarse una «pieza» donde ella y sus tres hermanos pudieran vivir, pagando unos 20 pesos al día (alrededor de S/.15). Más tarde, estaba el problema de un grupo de mujeres que, aunque habían ido a realizar el trámite de cambio de domicilio, casi al final de todo el proceso cayeron en cuenta de que no sabían realmente cuál era su dirección. «Dile que es una casa tomada», se recomendaban entre ellas antes de hablar con el oficial consular.

Quizás lo que más me sorprendió fue, cuando yo mismo me acerqué a usar el trámite, la reacción del tipo del consulado. Vio la dirección que había escrito, y la releyó con un tono descreído, y yo asentí. «Pero esto es en Recoleta», me dijo, a lo que tuve que asentir de nuevo como para que se diera cuenta de que no me había equivocado, y registrara mi dirección (Recoleta es un barrio de clase media-alta/alta en Bs.As.).

Hay muchas cosas de todo esto que no entiendo, pero que intento contextualizar. En primer lugar, era constatable el grado de desinformación generalizada de la gran mayoría de personas: antes de ir, me tomé el tiempo de revisar el sitio web del consulado, hacer mis averiguaciones, ver qué documentos necesitaba, y luego ir (tarde, pero informado). Pero la gran mayoría de personas llegaba a enterarse en la cola, a menudo a partir de la información de los mismos tramitadores. Lo señalo porque la desinformación era un patrón generalizado: la mayoría de gente presente (al menos de la que pude escuchar) ni siquiera sabía por qué estaba haciendo el trámite, o qué trámite tenían que hacer. No había noción de cuándo eran las elecciones, de para qué se rectificaba el domicilio, de por qué ayer era la última fecha para hacer el trámite. Quizás de lo único que había una idea era de que así se evitaba una multa, que según a quién le creyera uno, estaba entre los 300 y los 700 dólares.

Y me parece que este patrón, claro, se extiende más aún: en, por ejemplo, la desinformación generalizada respecto a las oportunidades a las que uno puede acceder en la economía aquí, versus las que uno podría encontrar en la actualidad en el Perú. Basándome en observaciones aún muy preliminares, me parece que en términos cotidianos uno puede encontrar mejores condiciones económicas y un costo de vida mucho más bajo actualmente en el Perú, que en la Argentina – disponibilidad de productos de consumo, inflación, oportunidades laborales, etc. Por ponerlo de alguna manera: el tipo de trabajo y las condiciones de vida que consigue un migrante peruano en Argentina con enormes dificultades logísticas y legales, no son muy diferentes del tipo de trabajo y condiciones de vida que podría conseguir en el Perú sin esas mismas dificultades (la gran diferencia, sumamente importante, es que aquí es posible acceder a servicios públicos de educación y salud de calidad que no pueden conseguirse en el Perú). Por un tema costo-beneficio, la balanza debería inclinarse hacia quedarse en el Perú, antes de migrar hacia un país donde la tendrá más difícil. Pero el análisis costo-beneficio no se hace en estos términos, sino contra una percepción de las condiciones y oportunidades en la Argentina que está mucho más cerca a la Argentina de los noventas, que a la de la actualidad: es como si la comparación se hiciera entre Argentina en la época de la convertibilidad, y Perú en la época del primer Alan. Papas y camotes, apples and oranges.

Esto tiene mucho que ver con la manera como fluye la información y la gente accede a ella, como gente parada en una cola: la gente que se fue del Perú hace muchos años a una Argentina en mejores condiciones a las actuales recuerda esa comparación, y es quizás la percepción que transmiten a sus familiares al ofrecer el argumento de que ellos también podrían o deberían migrar. Pero las condiciones económicas que efectivamente encontrarán son más complicadas, y menos navegables, que las que encontrarían en su propio país.

Al mismo tiempo, ésa es la percepción generalizada que se va construyendo del peruano. Nunca menos de seis oficiales de policía y dos patrulleros estuvieron alrededor del consulado, «cuidando», no sé exactamente a quién. El mismo personal del consulado se encargó de darnos esa lindísima impresión de ser como ganado pasando por una línea de producción. Y la percepción de los migrantes peruanos es cuestionable, porque las condiciones en las que llegan los migrantes peruanos son cuestionables también. Quizás mi gran aprendizaje del día es que una buena parte del problema migratorio es, justamente, un tema de desinformación – supongo que eso no es novedad para nadie, pero creo que lo que encontré hoy es contenido material mucho más específico para esta comprensión formal.

Los filósofos y el dinero

Ahora va a salir mi lado más sofista, en el sentido tradicional y poco apreciado de la palabra.

Con el tiempo me ha sido imposible dejar de observar la muy particular relación que tienen los filósofos con el dinero. Esta es una relación históricamente muy compleja y que aún hoy, en la cotidianidad filosófica, es bastante complicada de manejar. El origen de la tragedia se remonta, por supuesto, al buen Sócrates, o quizás más bien a Platón. Por Platón sabemos que Sócrates, a diferencia de los sofistas que manejaban un lucrativo negocio y habían creado toda una industria en torno a la transmisión de conocimiento en la Grecia clásica (y al hacerlo se convirtieron en figuras claves para la ilustración griega), Sócrates se rehusaba a cobrar ningún dinero por sus enseñanzas, porque claro, él sólo sabía que nada sabía, y por extensión, que nada podía cobrar. Por Platón, entonces, sabemos de un Sócrates que ancla la tradición filosófica fuertemente en el ascetismo, pues la contemplación del Bien con B mayúscula, y de las Ideas, con I mayúscula, implica casi necesariamente que uno tiene que dejar de ponerle atención a cosas pedestres y banales como las posesiones materiales o, claro, el dinero. A partir de aquí, la idea de cobrar por el conocimiento de los filósofos pasa a ser equiparado con la sofística, una suerte de venderse intelectualmente al mejor postor sin servir a la Verdad y a la Sabiduría, con V y S mayúsculas, respectivamente.

Por supuesto, esto era relativamente fácil de decir para Platón, pues, a diferencia de Sócrates, él era de una de las familias más importantes de Atenas y ciertamente dinero no le faltaba. Platón, entonces, encarnaba un estereotipo que ha durado hasta el día de hoy: podía dedicarse al estudio de la filosofía porque podía darse ese lujo. Ya que todas sus necesidades materiales estaban debidamente satisfechas, por qué no dedicarse, más bien, a la contemplación de los conceptos.

El problema es, claro, que ni todos somos Platón, ni todos tenemos acceso a los mismos beneficios. Pero como todo filósofo contemporáneo podrá decirles, la misma idea viene adherida a la práctica filosófica en la actualidad: junto con el desconocimiento de la idea «productiva» del filósofo, viene la aceptación de que la filosofía es un camino de ascetismo, de renuncia a lo material y que, por lo mismo, ya que un filósofo está desprendido de lo material, no tiene ni razón ni incentivo para recibir mucho dinero o muchas compensaciones materiales. Cualquier otra cosa, sería sofística, en el peor de los sentidos tradicionales de la palabra. De modo que estudiar filosofía hoy es visto, de nuevo, como una forma de lujo: si me estoy dedicando a algo que todo el mundo sabe es tan improductivo y tan poco rentable, pues debe ser porque tengo las condiciones materiales satisfechas como para darme ese lujo. Cuando todo el aparato económico circundante piensa lo mismo, el efecto se retroalimenta: si esta persona se pudo dar el lujo de estudiar filosofía, no tiene sentido que le paguemos mucho, ¿verdad? P entonces Q.

Claro, el problema es que esto no es verdad. Ni es cierto que estudiar filosofía sea un lujo, ni es cierto que todo aquel que estudia filosofía tenga sus necesidades materiales cubiertas, ni es cierto que no tenga sentido que un filósofo reciba una compensación justa. Pero el tema del dinero está tan alejado de la reflexión filosófica, visto casi como una mancha que ensucia el pensamiento puro, que en realidad los filósofos que salimos al mundo, no solamente no tenemos realmente idea de qué haremos, sino que además no tenemos ni la menor idea de cómo pensar en términos de dinero. La consecuencia práctica, inmediata de esto es harto conocida (por los filósofos): o ingresan al mundo laboral académico, donde son francamente maltratados económicamente por un aparato que los ve como eternos subsidiados, o salen al mundo laboral extra-académico donde no tienen idea de cuánto valen sus habilidades y por tanto no tienen ninguna herramienta a la hora de negociar algo como un sueldo o una tarifa. Para un filósofo, por supuesto con excepciones, es tan extraña la idea de que alguien esté dispuesto a ofrecerle un trabajo, que lo terminan viendo más como un acto de caridad que debe ser aceptado, que como una negociación entre dos partes que tienen elementos de valor que intercambiar (habilidades, y dinero).

El resultado neto es el siguiente: por un lado, filósofos que ingresan en el ámbito académico a ser mal pagados, a trabajar muchísimas horas para compensar que son mal pagados, a matarse preparando clases, corrigiendo exámenes, dando asesorías, todo para que al final del día no les quede tiempo para dedicarse a la investigación, a la reflexión, a la discusión, porque siempre tienen que estar haciendo algo más. O, por otro lado, filósofos que no ingresan en lo académico, probablemente siguen estando mal pagados (aunque no tan mal), pero son vistos como los que se salieron, como los que traicionaron el concepto y por tanto terminan encontrándose excluidos de los núcleos donde, supuestamente, sí tiene lugar el pensamiento propiamente filósofico.

En realidad, hay un tercer grupo, que podríamos llamar los platónicos, que aunque son una minoría de todas maneras existen: son los que, de hecho, estudiaron filosofía porque podían darse ese lujo, porque como no tenían mayores preocupaciones materiales decidieron que, bueno, podían dedicarse a la contemplación del concepto sin mayor reparo. Sobre ellos, obviamente, no trata este post (pero igual no crean que no los estimo).

Mi punto con todo esto no es que el filósofo debería salir al mundo con una tabla de precios bajo el brazo, o que las trincheras académicas deberían rebelarse contra el sistema que los explota injustamente. Simplemente quiero decir que deberíamos perderle un poco el miedo al dinero y estar dispuestos a informarnos más sobre cómo funcionan estas cosas. ¿Cuánto debería ganar un filósofo recién egresado, que sale al mercado laboral? ¿Qué condiciones de trabajo son aceptables, y cuáles son una explotación horrible que no debería ser tolerada? ¿A qué beneficios debería tener uno acceso en el mercado laboral, qué expectativas de desarrollo de carrera, qué posibilidades de aprendizaje?

¿Cómo debería ahorrar uno su plata, sea mucha o poca? ¿Cómo debería uno administrar sus fondos cuando tiene trabajo pagado sólo 9 de cada 12 meses del año? ¿Cómo debería uno pensar en invertir su dinero, o cómo podría invertirlo en uno mismo para mejorar sus propias condiciones laborales o materiales? ¿Cómo debería uno negociar un suelo, qué puede pedir, y qué debería rechazar?

Mi problema está en que como nadie nos enseña a hacernos estas preguntas a tiempo, a un montón de gente le meten la rata horrible. Pésimos sueldos, pésimas condiciones laborales, trabajos que no tienen futuro o cuyo techo de crecimiento es muy bajo, trabajos en condiciones completamente informales y muchas veces abiertamente ilegales, y, sobre todo, trabajos que no son realmente gratificantes. Si para «hacer lo que te gusta» tienes que dictar tantas horas de clase a la semana que al final del día no te alcanza el tiempo ni para comer, eso definitivamente no cuenta como lo que llamaríamos «trabajo realizado». Si terminas teniendo que manejar tres o cuatro cachuelos mal pagados simplemente para tener algún ingreso, eso no sería algo que yo llamaría «trabajo realizado». Y si te encuentras encerrado en el mismo círculo, sin haber avanzado (y con suerte sin haber retrocedido) después de 5, o 10 años, difícilmente creo que eso sea, de nuevo, «trabajo realizado».

No me malentiendan – cualquier persona que viva y trabaje así, y sea feliz, y le vaya bien, bienvenido sea. No estoy aquí juzgando a nadie. Mi único punto es que, en términos generales, nos terminamos metiendo tanto en el rollo de la filosofía ascética, desprendida del mundo real, que nos olvidamos que al final del día los filósofos también pagan cuentas de agua, luz y teléfono. Y que si no tuviéramos tanto reparo, incluso tanto miedo de pensar, o de discutir, de temas de dinero, tendríamos muchas mejores posibilidades para hacer lo que nos gusta hacer, podríamos tener muchas más libertades para dedicarnos a leer, investigar, discutir, pensar, lo que sea. Pero no lo hacemos porque no tenemos las herramientas para ella – ni siquiera lo conversamos entre nosotros. Entre filósofos quizás a uno nunca se le ocurriría preguntarle al otro cuánto gana, o cómo genera ingresos o cómo los administra, porque lo vemos como algo impropio, algo hasta sucio, cuando en realidad en muchísimas disciplinas esto es completamente normal, cotidiano, aceptable y hasta recomendable. Si no tienes las referencias de lo que hacen otras personas con más o menos tu misma experiencia, formación, e intereses, ¿qué referencias puedes tener?

Claro, éste es mi lado más sofista, porque creo que en esto los sofistas la vieron mucho más clara. Uno se tiene que construir su propia industria del conocimiento, uno tiene habilidades que son de valor para otras personas, que uno disfruta usar, y por usarlas debería ser debidamente compensado, no explotado por la sociedad porque no tiene las herramientas para defenderse. Hay una historia aquí sobre la cual siempre me gusta volver, que en realidad son las dos historias que se cuentan sobre Tales de Mileto: la más conocida es, por supuesto, aquella en la que Tales, por andar mirando hacia las estrellas, preocupándose por cosas de otro orden y no por el mundo material, cae en un hueco, y la sierva de Tracia se burla de él por esto, porque está tan ensimismado (o fuera de sí) que ni siquiera se da cuenta de por donde camina.

La otra, menos conocida, que es la que podemos llamar la venganza de Tales, es aquella en la que Tales, a partir de sus observaciones del movimiento de los astros, adquiere la capacidad para predecir los cambios climáticos, y utiliza ese conocimiento para comprar todos los molinos de grano de Mileto. De modo que cuando el clima cambia según sus predicciones, y sale la cosecha, él tenía el monopolio de los molinos para procesar el grano, y Tales se volvió, para efectos de la época, una especia de Mark Zuckerberg de la Grecia clásica.

A estas alturas, a nadie le será difícil darse cuenta de cuál es mi historia favorita de Tales.

Conferencias públicas del LSE

Hace poco, no recuerdo bien por qué, me dieron ganas de aprender más sobre economía. Por culpa de la filosofía, esto para mí significa regresar hasta La riqueza de las naciones, de Adam Smith, y empezar desde allí hacia adelante (estoy seguro que los más extremos estarían dispuestos a volver a la Economía de Aristóteles, o que al menos se atribuye a Aristóteles). Pero como esto sería una empresa, más bien, sumamente difícil de empezar y bastante imposible de terminar, escogí moderarme un poco y buscar otros recursos que me permitieran ampliar un poco más mis conocimientos sobre el tema. Me puse a buscar sobre todo dentro de la librería de iTunes U, un catálogo de charlas, conferencias y cursos de diferentes universidades del mundo, libremente disponibles para descargar a través del programa iTunes de Apple.

Lo primero que encontré de interés fue una conferencia en el MIT del premio Nobel de economía, Robert Merton, muy didáctica y clara donde explica sus investigaciones e ideas sobre una serie de problemas económicos contemporáneos (me gustaría incrustar aquí el video, pero wordpress.com se pone pesado con videos de plataformas no comunes). Merton trabaja en problemas del tipo, cómo calcular, en el presente, la manera como debemos invertir los ahorros de personas que están trabajando hoy, para que cuando estas personas se retiren, el dinero haya rendido frutos como para mantener su estilo y calidad de vida de sus últimos años laborales, sin poder saber hoy día con claridad cuál será ese estilo y calidad de vida, o en qué trabajará esta persona en el futuro. Luego recibe preguntas pintorescas del tipo cómo resolver la crisis financiera o arreglar la seguridad social en EEUU.

Buscando un poco más, encontré que el London School of Economics and Political Sciences, el LSE, publica una enorme cantidad, si no todas, sus conferencias públicas en línea. No solamente a través de iTunes U, sino también a través de su sitio web, en formato mp3 para poderlas descargas y escucharlas, y en muchos casos disponibles también en video.

Me he bajado varias y escuchado algunas y son muy, muy buenas. No deja de sorprenderme que tengamos ahora las facilidades de escuchar charlas de primer nivel de las mejores universidades del mundo, virtualmente gratis.

Dejo aquí una pequeña selección, del enorme catálogo disponible, de algunas de las conferencias que me parecen interesantes. Si visitan los links pueden encontrar más información y descargar el archivo de audio correspondiente, en formato mp3.

Y hay mucho más de donde eso vino. Diviértanse.

Aprender a hackear

Siempre he estado fascinado por la idea de hacer cosas. Mi formación en filosofía nunca me enseñó, al menos formalmente, a hacer cosas, sino más bien a pensar cosas, o estudiar cosas, pero no hacerlas (eventualmente he caído en cuenta de que uno sí aprender a hacer ciertas cosas cuando estudia filosofía, pero parece ser que sólo se entiende esto retrospectivamente). Un artículo en The Atlantic explora los nuevos espacios que están surgiendo, para-académicos, donde niños y jóvenes están aprendiendo diferentes maneras de hacer cosas, jugar y transformar objetos a su voluntad:

The ideal educational environment for kids, observes Peter Gray, a professor of psychology at Boston College who studies the way children learn, is one that includes “the opportunity to mess around with objects of all sorts, and to try to build things.” Countless experiments have shown that young children are far more interested in objects they can control than in those they cannot control—a behavioral tendency that persists. In her review of research on project-based learning (a hands-on, experience-based approach to education), Diane McGrath, former editor of the Journal of Computer Science Education, reports that project-based students do as well as (and sometimes better than) traditionally educated students on standardized tests, and that they “learn research skills, understand the subject matter at a deeper level than do their traditional counterparts, and are more deeply engaged in their work.”

Estos espacios son externos o ajenos a los espacios de educación formal o tradicional porque operan bajo lógicas que nuestro sistema educativo es actualmente incapaz de incorporar. Pero justamente siguiendo una lógica propia de la ética hacker, las personas que encuentran este interés están hackeando su propio espacio para hackear, creándose su propio espacio educativo:

Unfortunately, says Gray, our schools don’t teach kids how to make things, but instead train them to become scholars, “in the narrowest sense of the word, meaning someone who spends their time reading and writing. Of course, most people are not scholars. We survive by doing things.”

So it makes sense that members of the DIY movement see education itself as a field that’s ripe for hands-on improvement. Instead of taking on the dull job of petitioning schools to change their obstinate ways, DIYers are building their own versions of schools, in the form of summer camps, workshops, clubs, and Web sites.

Varias cosas vale la pena rescatar. En primer lugar, que hace varios años tuve la idea/intención de formar una especie de «academia de hackeo» donde la gente pudiera reunirse para, bueno, aprender a hackear. El concepto era simple, armar una especie de «currícula básica», una lista de actividades con las cuales introducirse en la idea de hackear (incluyendo, por supuesto, la exploración filosófica de la ética hacker), y que luego un grupo de manera colaborativa se encargara de explorar los temas y compartir experiencias y proyectos.

Lo otro es que esto me remite a un libro que aún no me he conseguido, pero es especialmente relevante: un trabajo de varios autores titulado Hanging Out, Messing Around and Geeking Out, que profundiza sobre las maneras colaborativas en las que los jóvenes están actualmente aprendiendo en espacios que no tienen reconocimiento dentro de la educación formal. Lo que la evidencia cada vez nos está mostrando más claramente, es que no vamos a un lugar en el que aprendemos (el colegio, o la universidad), para luego salir de él y dejar de aprender. Aprendemos de todo el tiempo, y una buena parte de lo que aprendemos lo aprendemos en contextos de socialización externos a la educación formal en salones y con pizarras (o con proyectores y powerpoints). Pero en la medida en que nuestro entendimiento de la educación no reconoce estos aprendizajes informales, poco estructurados, no es capaz de maximizar su valor e importancia ni articularlos con lo que se aprende dentro de los salones y con las pizarras.

Finalmente, hay aquí una enorme oportunidad. La tecnología reduce los costos de transacción para diferentes tipos de actividades y de formas de organización social. Coordinar cosas es más fácil que nunca, así como difundir ideas. De modo que, en lo que respecta a la educación, uno podría argumentar que el aparato burocrático para organizar la actividad educativa deja de ser tan necesario, y que así como surgen estos espacios, uno podría perfectamente organizar el suyo propio. Y podría hacerlo con un enfoque completamente diferente, con costos muchísimo más bajos. Encontré hoy también este curso virtual sobre  «Periodismo abierto y la web abierta» en la P2PU, una comunidad en línea que le permite virtualmente a cualquier persona dictar un curso en línea sobre cualquier tema, con la intención de que sean cursos cortos de nivel universitario.

Debidamente organizado, esto podría ser la manera como alguien se gane la vida: una persona especializada podría dictar directamente varios de estos cursos/espacios virtuales de aprendizaje al mismo tiempo, y de acuerdo a la especialización, calidad y reconocimiento de su contenido, podría perfectamente cobrar a los participantes por la posibilidad de ser miembros de la comunidad. Pero lo mejor es que podría fácilmente manejar todo el aparato por sí solo, estableciendo una suerte de empresa unipersonal: así, aunque quizás el techo de las ganancias no es tan alto, en realidad el margen de utilidad regresa casi en su totalidad para la persona que maneja la operación.

Este tipo de empresas unipersonales es una de las figuras más interesantes que me parece habilita la nueva economía digital, que no solamente posibilita sino que incluso reclama una reinterpretación del modelo clásico del capitalismo. Quizás puede ser también un elemento en la configuración de una nueva concepción de Ilustración. Hay, además, una oportunidad de mercado y un modelo de negocios aquí.

Ocho libros fundamentales para entender la sociedad de la información

No son los únicos, pero son ciertamente una base fundamental: les dejo aquí una pequeña selección de ocho libros que me parece son imprescindibles para entender el funcionamiento de la sociedad de la información en la época de los medios digitales. La lista podría ser mucho más amplia, pero quería hacer una breve selección arbitraria de libros recientes que me parecen determinantes por una serie de razones. Sin ningún orden en particular, ocho libros fundamentales para entender la sociedad de la información:

Convergence Culture. El libro más importante de Henry Jenkins (a quién deberías conocer si estás interesado en el tema de los media studies) introduce una serie de conceptos sumamente útiles y novedosos, entre ellos el enfoque de la convergencia mediática para entender el cambio tecnológico no como un proceso de reemplazos y desplazamientos, sino como uno de prácticas sociales en constante reinterpretación. Jenkins habla también aquí de su concepto de transmedia para ilustrar la manera como tanto los contenidos que consumimos, como nosotros mismos como consumidores, no existimos ya bajo experiencias mediáticas aisladas, sino que participamos de múltiples experiencias en paralelo e incluso en simultáneo, lo cual introduce nuevas demandas y expectativas hacia las narrativas con las que nos involucramos.

The Wealth of Networks. He comentado hace poco por qué me parece que este libro de Yochai Benkler es un referente imprescindible: Benkler hace una investigación sumamente detallada sobre las prácticas económicas emergentes en el mundo digital y la manera como estas prácticas están generando una nueva forma de producción. La reducción en los costos de transacción y organización hace viables empresas (en todo el sentido de la palabra) que no están necesariamente motivadas por el lucro, sino que contribuyen a la creación y acumulación de capital social entre las personas que participan de ellas. Benkler analiza las maneras como esta nueva forma de producción tiene un enorme potencial para dinamizar una serie de sectores económicos, pero también evalúa la manera como los actores establecidos están colaborando consciente o inconscientemente para entrampar este nuevo universo productivo en gestación. El texto completo del libro pueden encontrarlo en línea.

Understanding Media. Éste es un poco trampa, porque es el más viejo de la lista. Se trata del texto más importante de Marshall McLuhan, donde se acuñaron expresiones confusas como «el medio es el mensaje» o «la aldea global«. A pesar de ser un texto de 1964, sirve como un adelanto de lo que vendrían a ser las consecuencias de la tecnología electrónica en lo que McLuhan llamaba el «hombre tipográfico», el hombre propio de una cultura formada a partir de la lógica lineal, secuencial, masiva e industrial de la imprenta y la tipografía. McLuhan es sumamente oscuro en este libro y profundizar en sus ideas es complicado, pero su capacidad para adelantarse a cambios tecnológicos que aún no se hacían presentes es sorprendente. Esto es, quizás, propio además de su concepción de la nueva cultura mediática, una concepción de la tecnología donde los efectos se muestran antes que las causas y donde la linealidad del progreso debe ser abandonada por un entendimiento del cambio mediático como transformaciones cualitativas de nuestro entendimiento del mundo.

La era de la información. El magnum opus de Manuel Castells está compuesto por tres volúmenes que establecieron en los 90s la línea de base a partir de la cual entender la sociedad informacional (que, además, distingue por primera vez de la «sociedad de la información»). Castells se da el trabajo de realizar un análisis social de todas las múltiples dimensiones que se ven afectadas por el cambio en los patrones de conducta en la sociedad de la información, cuando dejamos de únicamente circular información (algo propio de todas las sociedades) y la producción, distribución y transformación de información se convierten, más bien, en la actividad económica y social más importante de nuestra cultura. La política, la economía, la identidad, las relaciones sociales, las relaciones internacionales, las afinidades nacionales, el trabajo, el comercio, los medios de comunicación, son sólo algunas de las categorías que Castells evalúa en la manera como se ven impactadas por este cambio fundamental en nuestra actitud hacia el conocimiento y la información.

Free Culture. Este libro de Lawrence Lessig, disponible libremente (también en su traducción en español como Cultura libre) explora la relación compleja que se establece en la economía digital con la legislación en derechos de autor. Lessig plantea que, a medida que más y más de nuestra cultura pasa por alguna forma mediática y tecnológica, y a medida que nuestro uso de la tecnología nos permite hacer cosas nuevas antes impensables, la legislación que regula nuestro consumo de información y de productos culturales no se ha mantenido igualmente dinámica. El aparato legal existente ha llevado a la sociedad a una posición donde una mayoría se ha vuelto delincuente por hacer algo que parece completamente cotidiano y coherente, y en ese sentido la ley se ha vuelto un obstáculo para el florecimiento de nuevas producciones culturales, en lugar de un incentivo. En este libro Lessig establece los fundamentos sobre los cuales se construirá luego el movimiento Creative Commons.

The Long Tail. Chris Anderson, el editor de la revista Wired, introdujo la idea de la larga cola en un artículo para la misma revista en el 2004 (disponible traducido al español) que luego expandió en un libro del mismo nombre. La idea de la larga cola es simple: la tecnología hace que sea más fácil tanto producir como consumir, y esto es en sí mismo un incentivo para que más personas produzcan más cosas en torno a intereses cada vez más específicos, al mismo tiempo que los consumidores pueden fácilmente encontrar cosas por específicas a sus gustos que sean, dado que Internet (con herramientas como Google) hacen muy sencillo conectar la oferta con la demanda. Lo que esto hace posible, sobre todo respecto a economías de bienes virtuales, es que la larga cola de la distribución de Pareto, o todos aquellos productos que antes fueron comercialmente inviables, se vuelven ahora un espacio de oportunidades por explotar en la medida en que se puede agregar la demanda por ellos. Esto abre la puerta para una nueva generación de emprendimientos digitales de pequeña y mediana escala (o incluso enorme escala, como Amazon).

Inteligencia colectiva. Pierre Lévy subtitula esta obra «Por una antropología del cibersespacio». Lévy explora la manera como el ciberespacio está transformándonos cognitivamente y replanteando nuestras asociaciones sociales en torno a la resolución de problemas. En la sociedad informacional hay tanta información que procesar que es imposible que ningún individuo emprenda esa tarea por sí mismo, pero incluso aquello que un individuo sí necesita procesar es demasiado para sus propias capacidades. Pero esta nueva imposibilidad viene de la mano con tecnologías que nos permiten compartir, cooperar y colaborar de maneras mucho más sencillas que cualquier otra forma conocida, lo cual hace posible que se construyan así inteligencias colectivas: redes conectadas de individuos donde ningún individuo puede saberlo todo, pero todos pueden saber algo y compartirlo con los demás. Para Lévy, éste s el punto de partida de toda una serie de transformaciones en nuestras organizaciones sociales, pues este nuevo principio subvierte la existencia de jerarquías verticales y transforma el significado de ejercer un rol o una función en una organización o estructura social. El texto completo en español se encuentra disponible en línea gracias a una edición virtual de la OMS.

Everything is Miscellaneous. El tema epistemológico es también el interés de David Weinberger, aunque Weinberger lo trabaja más bien desde el punto de vista de cómo ordenamos los conceptos. Según Weinberger, nuestro entendimiento del ordenamiento de la información en la forma de categorías excluyentes es propio de una sociedad que ordena su información utilizando un espacio físico: como el espacio es finito y tiene una serie de características limitantes para la disposición de las cosas, nos hemos visto obligados a adaptar nuestros esquemas mentales a nuestros esquemas físicos. Nuestras mentes, básicamente, funcionan como archivadores, o como librerías. Pero la web elimina esa condición básica: el espacio se vuelve virtualmente infinito, la cantidad de contenido que almacenar y ordenar también, y no se aplican las mismas limitaciones que tenemos en el espacio físico. De repente nos vemos enfrentados a un mundo en el cual todo puede encajar bajo múltiples categorías al mismo tiempo sin que eso sea un problema, excepto porque se vuelve una inmanejable sobrecarga de información. La solución para Weinberger es contraintuitiva: la solución a la sobrecarga de información es más información, información sobre información, para navegar esta nueva red de conocimiento. La información se vuelve un commodity, y saber navegarla y encontrar lo importante se vuelve la habilidad realmente valiosa. El prólogo y el primer capítulo del libro se encuentran disponibles en su sitio web.

Objetos que cuentan historias

Uno de los temas que más me ha interesado explorar es la manera como el acto del consumo ha transformado su significado en los últimos años. De la misma manera como hemos presenciado una distribución de la capacidad creative y expresiva en nuestra sociedad – ya no son sólo unos pocos con acceso a tecnologías caras los capaces de difundir ideas y mensajes, sino que esta capacidad ha ampliado enormemente su base popular -, existe paralelamente un proceso de distribución de preferencias y de patrones de consumo. Consumimos más cosas, sí, pero esas cosas que consumimos son hoy mucho más específicas. La categoría del «one size fits all», de productos generales para públicos masivos, se ha ido abandonando para ser reemplazada por productos con mensajes específicos, apelando a tipos de consumidores específicos, que cada vez encuentran más en sus productos la capacidad para decir algo sobre sí mismos. Con lo cual el valor de un producto es transformado: pues no solamente es importante la función de un objeto, sino que es igualmente importante, o en muchos casos más importante aún, el significado cultural de un objeto u otro. La importancia de la marca como constitutiva del objeto se plantea como una reinterpretación (o quizás simplemente extensión) de la tesis de Marx del «fetichismo de la mercancía». Dice Marx en El capital, tomo 1, libro primero, sección primera, capítulo 1 («La mercancía»):

A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas. En cuanto valor de uso, nada de misterioso se oculta en ella, ya la consideremos desde el punto de vista de que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas, o de que no adquiere esas propiedades sino en cuanto producto del trabajo humano. Es de claridad meridiana que el hombre, mediante su actividad, altera las formas de las materia naturales de manera que le sean útiles. Se modifica la forma de la madera, por ejemplo, cuando con ella se hace una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra en escena como mercancía, se trasmuta en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus patas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar.

Marx se refiere a que el capitalismo ha trastocado por completo nuestra noción del valor. Los objetos del capitalismo, las mercancías, no valen para nosotros por lo que efectivamente hacen, sino que construyen una capa ilusoria de valor que va más allá de su función. En otras palabras, un Toyota y un Audi cumplen la misma función de llevarnos del punto A al punto B, pero aquello que los distingue como mercancías pertenece por completo a otro orden de cosas que va más allá de lo funcional. En torno a la marca Toyota, y a la marca Audi, se han construido narrativas muy diferentes en términos culturales, que implican que optar por una o por otra signifique realizar, también, afirmaciones respecto a la persona que somos.

Hace unas semanas vimos con mis alumnos de Sociología de la Comunicación en la UPC el documental Objectified. Es un documental sobre diseño industrial, y el proceso creativo por el cual pasan los diseñadores para elaborar los objetos que nos rodean cotidianamente, y en los cuales no reparamos frecuentemente en toda su complejidad. Éste es el trailer de la película:

El documental tiene una serie de ideas interesantes en torno al diseño y la manera en la cual se elaboran estas narrativas culturales que nos apropiamos e integramos en las narrativas personales que son nuestras propias identidades. La importancia de la marca que moviliza al producto es testimonio de la manera en la cual cada vez tomamos mucho más personalmente estas decisiones – personalmente en el sentido de que nos involucran directamente, dicen algo sobre nosotros. Directa o indirectamente, optar por un producto sobre otro es como suscribir una serie de conceptos, valores y decisiones tomadas previamente, es como un estandarte que mostramos públicamente para decir algo sobre nosotros. Es cierto que quizás no hacemos esto con todos los productos que usamos, pero todos tenemos ciertas categorías preferidas, ciertos espacios en los cuales estas decisiones significan mucho más para nosotros porque han significado, también, mucho más para alguien más en el proceso de diseño.

Pero es también testimonio de los recursos disponibles a un aparato industrial para mantener siempre en movimiento el ciclo de producción y de consumo.

Sin embargo, una de las cosas más interesantes en esta dinámica, o la manera como se ha transformado en los últimos años, es que el consumo ha dejado de ser, en cierta manera, un proceso lineal – o mejor dicho, el último momento dentro de un proceso lineal. En un primer momento, cuando los productores descubrieron el valor y la relevancia de interactuar directamente con el consumidor para mejor entender sus necesidades, como un mecanismo para posicionar mejor sus mercancías. Genera una manera de darle al público consumidor no solamente algo que les pueda ser útil, sino un producto con el cual pueden identificarse, o, mejor aún (en términos de marketing), una identificación a la cual pueden aspirar. Esto, según Marshall McLuhan, es característico de un medio masivo:

Un medio masivo es uno en el cual el mensaje no está dirigido hacia una audiencia, sino a través de una audiencia. La audiencia es tanto lo mostrado como el mensaje. El lenguaje es un medio tal – uno que incluye a todo el que lo usa como parte del medio mismo. Con el telégrafo, con lo eléctrico y lo instantáneo, encontramos la misma inclusión tribal, la misma totalidad de campo auditiva y oral que es el lenguaje. [Technology, The Media And Culture, 1960. Traducción mía.]

Pero en un segundo momento, esto se radicaliza con la apropiación casi plena de los productos y las marcas por parte de los consumidores, que se vuelven en cierta manera co-creadores del valor de una marca. Las marcas que más consiguen resonar son aquellas que consiguen que su propio público se convierta en amplificador de su propio mensaje, que su narrativa resuene tanto con las personas que ellas las consideren meritorias de incorporarlas como componente público de su identidad. Pero hay un precio que la marca tiene que pagar para acceder a este privilegio: pues al hacerlo, deja de ser posible controlar total y centralizadamente el significado de la marca. Al legitimar a los consumidores como co-creadores, la marca ha cedido el control absoluto sobre sí misma y adquiere en cierta medida responsabilidades hacia sus consumidores, a quienes llamar consumidores en este punto resulta incompleto.

De allí que la lógica del consumo se haya transformado significativamente. El consumo no es sólo el resultado del proceso de producción, sino que es en sí mismo (o mejor dicho, puede ser) un acto creativo o transformativo. El consumo es un acto de apropiación, por medio del cual mi decisión por un producto específico refleja algo sobre mí, y en la medida en que lo hace yo adquiero ciertos derechos culturales, tenues, difíciles de precisar, sobre el objeto y sobre la historia que el objeto cuenta. Remezclo el significado del objeto dentro del universo de significados particulares y personales que es mi propia identidad, y en ese sentido le atribuyo al objeto un significado singular, una combinación entre su narrativa «universal», aquello que le dice a todo el mundo, y su significado particular, aquello que significa sólo para mí.

Yochai Benkler y «La riqueza de las redes»

He comentado antes un poco sobre La riqueza de las redes (The Wealth of Networks) de Yochai Benkler. En resumen, me parece que se trata de un referente absolutamente imprescindible para todo aquel interesado en la influencia que los medios digitales están ejerciendo sobre diversos sistemas culturales, económicos y políticos dentro de nuestras sociedades. En una revisión sumamente detallada, Benkler argumenta que la aparición de nuevas tecnologías digitales han transformado de tal manera los costos de transacción para diversas acciones, que hacen posible la aparición de todo un nuevo segmento productivo. Allí donde antes las iniciativas colectivas eran posibles solamente a través de organizaciones privadas incentivadas por el lucro (al menos en la gran mayoría de los casos), se vuelve ahora posible que individuos organizados informalmente puedan coordinar y colaborar para perseguir objetivos comunes. Benkler se dedica a documentar cómo éste se vuelve un segmento cada vez más relevante en nuestras sociedades, que sin abandonar nuestros supuestos fundamentales de una sociedad liberal (los individuos siguen estando motivados por satisfacer sus propios intereses) introduce la variante de que esos supuestos no terminan única e irrevocablemente en un mercado libre de vendedores y compradores. Por el contrario, mucho de esta producción social no tiene otro objetivo más que incrementar nuestra participación de un capital social: participando y colaborando activamente de redes informales, recibimos el reconocimiento social de la red de individuos con los cuales interactuamos que aprecian nuestros aportes y contribuciones.

Benkler explora en gran detalle la manera como esta forma de producción tiene sentido económico, e incluso, la manera como tiene en mucho casos más sentido económico que formas estrictamente capitalistas de acción colectiva. La conclusión parcial a la que llega en este sentido puede articularse simplemente: aunque es cierto que en muchos de los casos permitir el libre intercambio de bienes asegurará la distribución más eficiente posible de los mismos, esto no es cierto en todos los casos, ni es tampoco deseable en todos. Benkler indaga en ambos escenarios: tanto en aquellos casos cuando la producción social, no orientada por el mercado, de hecho deriva en soluciones más económicamente eficientes (porque, por ejemplo, el costo de una posible acción es mayor a la utilidad que incentivaría a una empresa privada a llevarla a cabo); como en aquellos casos cuando simplemente una mayor eficiencia no se traduce al mismo tiempo en un mayor beneficio social para un mayor número de personas. En otras palabras, es razonable imaginar que existirán casos donde decidiremos sacrificar un principio de eficiencia cuando encontramos que ellos resulta en, por ejemplo, un incremento en el bienestar o la calidad de vida de las personas.

Una de las cosas más interesantes del libro, aunque también de las más discutibles, es la importancia que Benkler le otorga a enmarcarse siempre dentro de la teoría política liberal. De hecho, una de las partes más ilustrativas que encontré fue una discusión extensa sobre las diferentes ramas dentro de la teoría liberal (incluyendo personajes como Rawls, Habermas o Nozick, entre otros) para explicar dónde se situaba Benkler dentro de este espectro. Sus conclusiones en este sentido son interesantes, estando de acuerdo con principios básicos del liberalismo, como la preeminencia del individuo y de sus libertades personales para autodeterminarse, o su capacidad para tomar decisiones racionales para satisfacer sus propias necesidades y deseos; pero, al mismo tiempo, sin ir tan lejos como para negar la influencia significativa del contexto social en estas decisiones, o la existencia e importancia de la variable cultural en la explicación de la conducta. Benkler no es un liberal ingenuo, ni uno cualquiera. Aún así, es quizás excesiva la fe que le pone a la capacidad de autodeterminación del individuo, o demasiado clásicamente liberales sus nociones de agencia y autodeterminación que considera potenciadas por la aparición de las tecnologías digitales.

Lo cual no quita que se trate de un libro espectacular. Sobre todo al llegar a su análisis respecto a las diferentes maneras en las que esta nueva forma de producción social está entrando en conflicto con modelos económicos y de negocios existentes, y la manera como la respuesta del mercado es utilizar todas las herramientas a su disposición para cerrar este espacio de producción no comercial por considerar que amenaza sus posibles utilidades. Benkler hace un extenso análisis de políticas públicas implementadas, rechazadas o propuestas para mostrar cómo los intereses económicos de las economía industrial de la información están ejerciendo cambios en las capas tanto física, lógica y de contenido (la tecnología, la legislación que regula su uso y la propiedad intelectual) para asegurarse que solamente un número limitado de actores puedan participar de la producción, distribución y transformación de la información – algo que va patentemente en contra de las posibilidades ofrecidas por la nueva tecnología disponible. El argumento de Benkler es estrictamente liberal: se trata de medidas que no amplían, sino que reducen las libertades de los individuos para poder perseguir sus propios ideales de la vida buena, y por lo tanto, la política pública en torno a la tecnología debería ir orientada hacia maximizar las posibilidades de uso de las nuevas tecnologías para salvaguardar le economía social de la información, como un nuevo modelo productivo emergente.

En verdad creo que se trata de un libro completamente imprescindible, sumamente bien documentado y detallado, para todo aquel interesado en el tema. El libro lo pueden encontrar completamente gratis en línea, en su versión en inglés (aunque existen algunos fragmentos traducidos a otros idiomas). Finalmente, los dejo con un par de videos de Benkler. El primero es su charla TED sobre «economía open source»:

El segundo es un video bastante más largo (que he posteado antes también) de una charla en el Berkman Center for Internet and Society, sobre lo que hay luego o más allá del egoísmo:

Futuro del libro / Futuro de la lectura

Algunas cosas que vale la pena leer en los últimos días a partir del lanzamiento del tan voceado iPad de Apple, su relación con el Kindle y cómo algunas personas creen que salvará a la industria editorial. Hace unos días comentaba sobre la manera como el iPad impulsaba una noción de tecnología que infantiliza al consumidor al limitarlo a un uso unidimensional, corporativamente determinado sobre cómo debe funcionar la tecnología. Rupert Murdoch piensa que este tipo de entornos cerrados salvarán a los periódicos y a los libros. Clay Shirk señala que esto es poco probable.

¿Qué ocurre entonces con los libros? En su columna de TechCrunch, Paul Carr escribe, más bien, que el iPad tendrá inevitablemente tanto éxito que terminará por colapsar la lectura como la conocemos. A medida que su promesa tecnológica se consolide, los usuarios empezarán a consumir más su lectura en un dispositivo que ofrece muchas otras cosas que hacer al mismo tiempo – después de leer unas páginas encontraremos inevitablemente el deseo de revisar el correo electrónico o conversar por alguien vía web, o lo que fuera. Según Carr esto elimina una idea de lectura como inmersión, como desconexión prolongada en la cual uno se introduce en el universo del libro y se separa un poco de la realidad. Pero claro – Carr parte de una visión idealizada de lo que es la lectura, romantizada en gran medida.

The iPad is emphatically not a serious readers’ device: the only people who would genuinely consider it a Kindle killer are those for whom the idea of reading for pleasure died years ago; if it was ever alive. The people who will spout bullshit like “I read on screen all day” when what they really mean is “I read the first three paragraphs of the New York Times article I saw linked on Twitter before retweeting it; and then I repeat that process for the next eight hours while pretending to work.” That’s reading in the way that rubbing against women on the subway is sex.

El blog IF:Book, en cambio, postula que podemos pensar en el iPad como una evolución del libro más que una evolución de la computadora. En ese sentido, es un dispositivo que replica el entorno cerrado de un libro más que el entorno abierto de una PC, y que debería entendérsele más como una evolución en ese sentido que en otro. Esto me resulta quizás un poco más difícil de digerir, porque es casi como negarle al iPad ninguna transformación cualitativa. Es como decir que hace lo mismo que el libro, pero considerablemente mejor. Lo cual no me parece tan cierto. Si Carr tiene razón en algo central es que un dispositivo tan enmarcado en torno a la lectura, como el iPad, inevitablemente transformará nuestra noción de lo que significa leer o respecto a lo que es el libro.

Otra respuesta desde el mismo TechCrunch me dejó pensando aún más. Cody Brown considera, más bien, que los libros deberían pasar a ser aplicaciones para entornos como el iPhone o el iPad. Claro, obviamente entonces ya no son libros, sino aplicaciones, pero eso no deja de ser interesante – ¿qué podría buscar o conseguir un autor que difundiera sus ideas de esa manera? Es una manera muy diferente para pensar el contenido.

Once you start thinking of your book as an app you run into all kinds of bizarre questions. Like, do I need to have all of my book accessible at any given time? Why not make it like a game so that in order to get to the next ‘chapter’ you need to pass a test? Does the content of the book even need to be created entirely by me? Can I leave some parts of it open to edit by those who buy it and read it? Do I need to charge $9.99, or can I charge $99.99? Start thinking about how each and everyone one of the iPad’s features can be a tool for an author to more lucidly express whatever it is they want to express and you’ll see that reading isn’t ‘dead’, it’s just getting more sophisticated.

Claro, no quiere decir que no hayamos visto ya un poco de esto con la explosión de contenido que ha permitido la web. Sólo que ahora se vuelve portátil, e integrada con varias dimensiones de nuestra vida en línea en dispositivos como el iPad. Brown dice, en pocas palabras, que Carr tiene razón, pero en otro sentido: no estamos siendo lo suficientemente radicales. No es sólo que la lectura como la conocemos desaparece, sino que tenemos que llevar su reinterpretación a sus consecuencias más extremas. Si leer ya no va a significar lo mismo como actividad cultural, entonces tenemos que ensayar todas las posibles reinterpretaciones para ver cuál es la que nos funciona mejor.