Universidad ubicua

Algo así como la computación ubicua. La computación ubicua es un concepto viejo, quizás hasta desfasado, al menos tal como fue pensado en los noventas. De la página de ubiquitous computing del Xerox PARC:

Ubiquitous computing names the third wave in computing, just now beginning. First were mainframes, each shared by lots of people. Now we are in the personal computing era, person and machine staring uneasily at each other across the desktop. Next comes ubiquitous computing, or the age of calm technology, when technology recedes into the background of our lives. Alan Kay of Apple calls this «Third Paradigm» computing.

En otras palabras, la computación ubicua es la tecnología en todas partes – un poco lo que estamos empezando a ver con el desarrollo acelerado de la tecnología móvil y la computación en la nube. Ya no estamos limitados, tecnológicamente, por computadoras de escritorio, sino que nuestra información está disponible desde cualquier terminal con conexión a Internet, y los terminales se vuelven cada vez más pequeños, portátiles y funcionales – con dispositivos como el iPhone, el iPad o los smartphones. Si sumamos las piezas, toda nuestra información está disponible con nosotros todo el tiempo para que la utilicemos – computación ubicua.

Bueno, pero de eso no me quería encargar hoy día, sino de la idea de «universidad ubicua», o incluso mejor aún, «educación ubicua» en general (OK, sé que en español quizás no suena tan buen usar tanto la palabra «ubicua»). Un artículo en Read/WriteWeb examina el crecimiento en el uso de clases en video en las universidades, tanto por parte de los profesores como de los alumnos, y la manera en la que esto influye en el desempeño. Lo cual lleva a la pregunta: ¿Qué tanto importan las universidades como lugares?

Sobre todo en el consumo de la televisión, hemos visto la aparición tanto del timeshifting primero, como del placeshifting después. El timeshifting fue una práctica introducida por tecnologías como el Betamax o el VHS, la capacidad de poder almacenar el contenido transmitido para poder verlo en otro momento. El placeshifting es introducido por las tecnologías móviles – la capacidad no sólo de poder verlo en otro momento, sino también de poder verlo en cualquier lugar, incluso en cualquier dispositivo. YouTube es el paradigma ejemplar del contenido audiovisual «on demand», o por demanda: lo veo cuando yo quiera, desde cualquier computadora con conexión a Internet. Amazon, Apple, Netflix son diferentes implementaciones comerciales de la misma idea de fondo, que transforma por completo nuestros conceptos de programación televisiva (no hay tal cosa como «prime time» cuando cada uno ve televisión en horarios diferentes – o como lo ilustraron perfectamente bien en un capítulo de Gossip Girl, «nobody watches TV on TV anymore»).

Pero hasta ahora, la programación educativa o universitaria no ha sufrido mayores efectos ni del timeshifting ni del placeshifting, o más bien, muy pocos. La educación virtual es un movimiento, si se le puede llamar así, cada vez más fuerte, y del e-learning se habla con creciente frecuencia, con mayor o menor ingenuidad (no, el e-learning no lo solucionará todo, nunca). Si la mayoría de alumnos van a una clase para sentarse, no decir nada, tomar notas en silencio, sin formular preguntas, ¿qué diferencia hace que vayan o no? Es cierto, siempre hay gente que discute, participa, pero son los menos. Para el 90% de los participantes de una clase, estar en clase es en la práctica lo mismo que ver una película sin la posibilidad de poder poner pausa, avanzar o retroceder. Más allá de la obligación que implica la asistencia a clases (del tipo, «así me aseguro que estoy obligado a ir»), no parece haber mayor diferencia funcional – uno puede hablar quizás de diferencia emocionales, psicológicas, contextuales, el feeling, lo que sea. En términos generales, creo que mi punto se mantiene.

Con el uso creciente de herramientas como videos, tecnologías móviles, podcasts, foros, redes sociales, plataformas colaborativas, ¿cuál es el sentido de la rigidez del horario de clase, y del contenido universitario?

Modelo tentativo, como para que discutamos. En lugar de hacer a los alumnos ir a escuchar una conferencia, el profesor circula un podcast o un video, una, quizás dos veces por semana, en la cual explica en 30-45 minutos el tema de la semana, deja algunos hilos abiertos y lo vincula con los textos o demás materiales de referencia del tema. Los alumnos revisan todo esto por su cuenta, cuando mejor les convenga según sus propias necesidades/capacidades («no entendí, voy a retroceder para escuchar de nuevo»), y la sesión presencial de la semana es exclusivamente para discusión de los temas, de los hilos abiertos, para resolver dudas sobre el podcast o los materiales, y para revisar los trabajos de proyecto en los que los alumnos están trabajando permanentemente en el semestre. El profesor, virtualmente, funciona todo el tiempo como un curador y como un coach de los alumnos, brindando asesoría permanente por correo electrónico, o quizás conectando con ellos vía Skype o alguna otra herramienta de conferencias, programando independientemente con el alumno o los grupos según los trabajos o proyectos que están realizando.

La universidad, o lo que sea, deja de pensarse en este modelo como un lugar, y a entender más como una red, como un concepto lógico, un marco que agrupa y reúne personas con diferentes intereses en la producción y transformación de conocimiento. Es cierto, esto de por sí requiere una serie de infraestructuras e instituciones para estar bien administrado. Pero creo que, por lo pronto, la idea principal de lo que quiero decir es clara: es posible pensar en maneras más dinámicas de ajustar la educación universitaria a contextos dinámicos como aquellos en los que convivimos cotidianamente.

Un nuevo tipo de lectura

En los últimos dos días he venido intentando delinear el argumento que quiero presentar mañana en la mesa del V Simposio de Estudiantes de Filosofía que girará en torno al comic Watchmen. Primero, una corrección – según me informaron hoy día, la mesa se ha movido al Auditorio de Humanidades de la PUCP, mañana jueves a las 4pm (originalmente sería en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya). Así que si alguien está por ahí, y está interesado, es bienvenido a darse una vuelta.

La primera parte del argumento, en el nivel del texto, partió de Watchmen para elaborar el significado cultural del superhéroe y, sobre todo, lo que significa desmontar ese ideal en su concepción clásica tal como lo hicieron Alan Moore y Dave Gibbons a partir de Watchmen. La segunda parte, desde una suerte de metatexto, busca extrapolar la lógica de lo que nos ofrece Watchmen para intentar mapearlo a una concepción diferente de cómo se produce, se consume y se intercambia la cultura. Aquí el argumento se puso decisivamente más pastrulo.

Lo que quiero hacer en la tercera parte es dar otro paso hacia atrás, a algo así como un meta-meta-texto, para hacer una lectura de la lectura que he intentado hacer. Es decir, ¿por qué Watchmen nos permite realizar esta extrapolación? ¿Qué tiene de especial, y cómo debe verse modificada nuestra aproximación al «texto» en este sentido, para responder a la lógica cultural que he querido presentar en la segunda parte?

Es importante responder a estas preguntas porque, en verdad, nos enfrentamos a dos ideas un poco escandalosas. La primera, es que todo esto se pueda desprender de un «texto» como puede ser Watchmen. Obviamente hemos extrapolado esto y lo hemos llevado a niveles que, quizás, no pretendía llegar, pero hemos tomado Watchmen como el punto de partida de una narrativa cultural que hemos ido desplegando siempre a partir de lo que, me parece, es quizás su mensaje más interesante. Por otro lado, he postulado que este mensaje es, justamente, no sólo el desmontaje de la idea infantil e ingenua de los superhéroes, sino el desmontaje de un nodo articulador cultural. Es decir: el desmontaje de la idea de que algunas personas están, por alguna razón esencial, legitimadas para producir la cultura, o de que algunas ideas están legitimadas para ser más importantes, mientras que las demás personas o ideas simplemente no lo están.

Ésta es la idea que comúnmente ha significado la distinción entre una «cultura ilustrada», de ideas legitimadas formuladas por las personas legitimadas para formularlas, que agrupa todo lo que es verdadera cultura; y una «cultura popular», donde todos los demás, «los que no saben» pueden dedicarse a hacer sus cosas, a tener sus expresiones y manifestaciones de todo tipo, y todo está muy bien, siempre y cuando quede claro que la cultura ilustrada tiene más valor y es más verdadera, auténtica, profunda, significativa, que la cultura popular. La cultura popular no sabe apreciar la cultura ilustrada; la cultura ilustrada no aprecia la cultura popular porque no encuentra en ella nada que apreciar. Por el contrario, a partir de la idea de las industrias culturales que introducen Adorno y Horkheimer con su Dialéctica de la Ilustración, las industrias culturales y la cultura popular que producen, serialmente y en masa, son vistos simplemente como mecanismos de engaños de masas: recursos que utilizan gobiernos totalitarios, o clases dominantes, para mantener a las clases dominadas bajo control y, de cierto modo, sonámbulas ante lo que efectivamente está pasando. Son, en cambio, los intelectuales que saben apreciar la cultura ilustrada (aquella que no es industrial, que no es comercial, que se produce con un propósito artístico o ilustrado – aquella que tiene, como diría Benjamin, «aura») los que pueden ver más allá del engaño de la cultura popular y no verse sometidos por sus mecanismos de dominación.

La mayor parte de expresiones culturales de nuestro siglo quedan excluidas de la cultura ilustrada – la radio, la televisión, el cine (al menos en su gran mayoría), por supuesto que todo lo que vino con Internet, y sí, también los comics. Todas estas expresiones vistas como un derivado más de la lógica del mercado, no tienen, por ello, nada más que ofrecer pues no son formuladas con el propósito de ser analizadas, sino consumidas lineal, ciegamente. El individuo que consume este universo simbólico, se dice, no se detiene a considerar lo que hace, sino que es cómplice sin saberlo de su propio sonambulismo.

Analogicemos esto de nuevo con la lógica Watchmeniana: esto es el equivalente a decir que los superhéroes están legitimados por sus propios superpoderes, y que responden a un mandato superior, de algún tipo, de protegernos. Están del lado del bien, y somos afortunados de tenerlos con nosotros porque nos protegen de las fuerzas del mal – Lex Luthor, la Unión Soviética, psicópatas como el Joker, etc. De la misma manera, tenemos guardianes de la cultura que se encargan de proteger por nosotros lo ilustrado, aquello que vale la pena, haciendo uso de sus superpoderes culturales.

Pero un momento… cuando descubrimos que, en verdad, no hay nada especial que haga de los superhéroes propiamente superhéroes, y que sus superpoderes son producto de una contingencia histórica, y que, además, son caracteres que exhiben tantas fallas, complejidades e imperfecciones como nosotros mismos… Descubrimos también que ellos no están, entonces, tan legitimados como creíamos que lo estaban para proteger lo ilustrado, al mismo tiempo que nosotros, si se nos viene en gana, estamos tan legitimados como queramos estarlo para expresarnos, para formular ideas, para proponer modelos, para experimentar con ellos. En ese momento deja de ser tan obvia la separación entre cultura popular y cultura ilustrada.

En ese momento empieza a tener sentido el desprender toda una narrativa cultural a partir de un comic.

Y hay, además, algo singular respecto al comic. El comic no es cualquier formato, y sería erróneo negarle una especificidad. Porque el comic ofrece una relación muy especial con el lector, que Watchmen sabe explotar de manera muy especial. Son dos características saltantes que lo hacen especialmente interesante: la relación que establece con el espacio, y la relación que establece con el tiempo – ambas las cuales están, por supuesto, íntimamente ligadas.

Por su disposición visual, el comic nos obliga a relacionarnos con la manera espacial como está distribuida una narrativa. Aunque no hay necesariamente indicadores claros respecto a cómo debe seguirse la lectura de los paneles en una página, aprendemos rápidamente a discernir los diferentes caminos que existen para reconstruir mentalmente la historia que se nos intenta contar. Aquí el elemento clave es, en realidad, el espacio que existe entre los paneles. Cada panel nos da un segmento parcial de información, que es continuada por el siguiente. Sin embargo, en ese espacio blanco que existe entre panel y panel, no hay nada, o mejor dicho, hay un espacio vacío que es rellenado por la imaginación del lector. Es, a pesar de su alto contenido visual, lo que Marshall McLuhan llamaría un «medio frío»: un medio que tiene los suficientes vacíos como para involucrar al usuario a llenarlos con su propia información. Medios que invitan, inevitablemente, a una mayor participación e involucramiento. La narrativa que se teje entre los paneles de un comic se presta singularmente a la co-creación por parte del lector, precisamente porque está repleta de estos espacios vacíos que rellenamos automáticamente conforme avanza nuestra lectura.

Lo que rellenamos no son solamente esas transiciones, esos espacios entre los paneles, sino que estamos permanentemente introduciendo, también, la variable temporal de lo que ocurre entre los paneles, y dentro de los paneles mismos. Entre un panel y otro puede pasar un segundo, un minuto, una hora, o diez mil años, y en el transcurso de un mismo panel podemos presenciar el desenvolvimiento de una acción que se despliega sobre la línea del tiempo, pero que es representada a través de un único cuadro estático. Eso es suficiente para que nosotros completemos lo demás. El comic es un medio de indicios, de pistas, de sugerencias, que nos aporta una serie de piezas de un rompecabezas que, sin embargo, corresponde a nosotros reconstruir de una manera que tenga sentido: la goma que utilizamos para pegar las piezas no es otra que la de nuestra propia imaginación.

Por todo esto es el comic un medio híbrido por excelencia. Es heredero de la tradición visual del cine, la fotografía y la pintura, encontrado con la tradición literaria de la imprenta, pero no es ni la una ni la otra. Es al mismo tiempo la hibridación entre una tradición conceptual occidental que se ha visto fuertemente influencia por una tradición conceptual oriental que se fusiona a través del manga y del anime. Y es, al mismo tiempo, un producto cultural de la era industrial, un objeto realizado para su consumo masivo, para su intercambio comercial. Scott McCloud quizás explora mejor que nadie la singularidad del medio del comic, en uno de los intentos más conocidos por formularla como medio artístico, en su libro Understanding Comics.

El comic es, además, una forma expresiva/artística que ha estado principalmente asociada con el universo de la cultura popular, la mayor parte de su historia. Es ampliamente considerado, sin embargo, que Watchmen fue, si no la principal, una de las más importantes obras que ayudaron a establecer la idea de que el medio del comic se prestaba para mucho más. Watchmen introdujo, si quieren, la idea de que un comic podía explorar, sin salir del ámbito y el formato del medio, temas más complejos y demandantes hacia los lectores. Eliminó la noción de que el comic era un medio destinado únicamente al entretenimiento, sino que mostró como a partir del entretenimiento mismo se podía llevar a los lectores en un recorrido de exploración de temáticas que escapaban a lo que la historia misma contaba. El camino que he intentado que recorramos juntos aquí busca ser un ejemplo de eso: de que Watchmen puede ser tomado como el punto de partida de la construcción de una historia más amplia en la cual nos involucramos como lectores, haciendo un tipo de lectura distinta, donde somos cómplices en la reconstrucción. Es ampliamente considerado que Watchmen marcó el paso a la madurez del comic, no porque empezara a tocar temas serios, sino porque mostró que podían abordarse temas serios y complejos desde la realidad misma del comic, sin pretender escapar a lo «popular» para volverse algún tipo de medio ilustrado. El paso a la madurez está, además, simbólicamente demarcado por la superación de la noción ingenua, lineal del superhéroe para introducirnos de lleno en un universo de personajes psicológica y moralmente complejos. Lejos de ser historias donde el bien y el mal están claramente delimitados, las historias que se empezaron a contar en esa época (y no es coincidencia que haya sido precisamente esa época) empezaron a reflejar una serie de tonalidades de gris y matices de color que, en gran medida, el público consumidor también reclamaba.

La cultura popular ha crecido enormemente en complejidad conceptual, así como en complejidad moral. La complejidad conceptual es algo que explora Steven Johnson en su libro Everything Bad Is Good For You: los videojuegos desarrollan finos mecanismos de ensayo y error y elaboración de estrategias sobre la marcha, mientras que la televisión actual, liberada de la programación lineal (primero por los VHSs, luego por los DVDs y ahora por YouTube) permitió a los televidentes manejar grados más altos de complejidad donde antes las historias eran sumamente unidimensionales. La carga mental que significa hoy, por ejemplo hacerle seguimiento a todos los cabos sueltos, personajes, e historias entrecruzadas de una serie televisiva como Lost sólo es posible porque podemos hoy día ver los episodios todas las veces que queramos, y luego discutir teorías y posibilidades con otros usuarios en línea.

Al mismo tiempo, la complejidad moral se incrementa porque la simplicidad moral que la cultura popular de antaño ofrecía terminó por desgastarse y chocarse con una realidad que se volvió ella misma más compleja. La reivindicación de la cultura popular por parte de diversos campos de estudio hizo también posible que empezaran a desentrañarse complejidades que no habían sido previamente encontradas. En todo este proceso, la distinción tradicional, adorno-horkheimeriana, entre cultura de masas y cultura ilustrada dejó de resultar tan explicativa como alguna vez lo había sido. Lo ilustrado se vulgarizó a medida que sus temas empezaron a incorporarse de una u otra manera en productos construidos para su consumo masivo; y lo popular se «ilustró» a medida que sus productos empezaron a volverse objeto de estudio y de reflexión por parte de la cultura ilustrada. El resultado de todo esto es que deja de tener tanto sentido insistir en que ambos campos están claramente delimitados, o que deberían estarlo. Empiezan a aparecer espacios híbridos de intercambio, donde, de nuevo, ya no son unos cuantos superhéroes los legitimados para tomar la batuta y establecer las distinciones entre lo que es y lo que no es, sino que empezamos a regalar las licencias para tener superpoderes culturales, y luego empezamos a filtrar sobre la marcha los resultados que resultan más interesantes de los que no.

Todo esto, sin embargo, partió de Watchmen. Creo que Watchmen nos permite contar una historia sumamente interesante de la manera como hemos venido a interpretar nuestra propia cultura en los últimos 30 años. No es que la historia de fondo sea fundamentalmente nuevo; pero sí que está magistralmente ejecutado, y que su ejecución magistral llegó en el momento justo para llenar una demanda cultural latente: la de complejizar aquello que podía decirse desde los medios identificados como de la «cultura popular», y difuminar un poco las distinciones entre culturas cuyas relaciones han sido mayormente asimétricas. No es que esto sea sencillo, sino que es sumamente traumático. Para aquello que mantenemos vínculos con el mundo académico, tanto más aún: ¿esto quiere decir que no especialistas se pronunciarán sobre temas especializados? Sí, quiere decir eso, y quiere decir también que no te pedirán permiso, y que no se detendrán aunque te moleste. Es inverosímil pensar que podemos retornar a una idea de superhéroe del pensamiento, o superhéroe conceptual, que sea analóga a la idea de un superhéroe como el Superman de los años cincuentas. Pero más aún, hay una enorme oportunidad perdida si es que pensamos, además, que eso sería deseable.

La filosofía misma se ve amenazada por esto. No con que vaya a desaparecer, que finalmente no creo que suceda. Tampoco con que se vuelva irrelevante. Pero sí con el hecho de estar sistemáticamente excluyendo de su discurso y de su reflexión todo un universo de objetos, personas e ideas interesantes que pueden aportar mucho a sus conversaciones. La filosofía es muy buena para exportar conceptos que luego otras disciplinas, otros estudios, llevan por caminos sumamente sugerentes y creativos; pero es, en cambio, muy mala para realizar luego la importación, el circuito de feedback que le permita retroalimentarse y explorar ella misma nuevas posibilidades.

Cuando dejamos de pensar en los filósofos como superhéroes del pensamiento, dotados de algún tipo particular de superpoder, entonces empezamos a reconocer en la vida cotidiana, en las expresiones de los demás, en el mundo en general, todo un nuevo conjunto de problemas sobre los cuales podemos pensar «filosóficamente». Pero si no lo hacemos, la dirección que toma la cultura simplemente será una diferente a la que los superhéroes del pensamiento tengan, y el rol que puedan jugar en ese camino no podrá ser sino uno menor. Tales de Mileto decía que «todo está lleno de dioses», y el argumento que he querido formular aquí, a partir de Watchmen, es más o menos el mismo, pero cambiando lo que tiene que ser cambiado: todo es susceptible de ser pensado filosóficamente. Lo interesante radicará, justamente, en lo interesantes que sean los resultados que encontramos en el camino, como formas de expresión artística, como redefiniciones de problemas, o incluso como modelos para reorganizar la sociedad de una manera más «justa» – digamos, mejor, de una manera más feliz :).

La construcción de la cultura

La mayor parte de nuestra cultura, desde hace muchísimo tiempo, está estructurada a partir de la tecnología del alfabeto. El alfabeto introdujo la posibilidad de la memoria más allá de las capacidades mentales de las personas: la posibilidad de dejar algo como texto escrito que sobreviva más allá de su autor. La introducción del alfabeto es ella misma revolucionaria: allí donde las fuentes de autoridad y conocimiento pudieron haber sido antes los ancianos, los sabios, se vuelven ahora los escritos. Al mismo tiempo, aparece la posibilidad de difundir una misma idea tan lejos como puedan difundirse escritos llevando esa idea. La introducción del alfabeto acaba con el ordenamiento oral de nuestra cultura para dar paso a una forma más “eficiente” de comunicación.

Pero la transformación se vuelve aún más radical con la introducción de la imprenta, que es para McLuhan “la arquitecta del nacionalismo”. La imprenta transformó por completo las estructuras de poder del medioevo: hasta antes de eso, la cultura y el conocimiento estaban limitados a aquellos espacios donde se podían almacenar, preservar y reproducir los libros copiándolos a mano. En el mundo medieval, esto significaba básicamente los monasterios y las universidades, ambos bajo la directa influencia de la Iglesia católica. Por lo mismo, el ordenamiento medieval estaba estructurado en torno a la religión, pues todo acceso a conocimiento estaba mediado en algún sentido por alguna dimensión del clero. Sólo los monjes tenían suficiente tiempo libre, y el conocimiento necesario, como para leer, estudiar, y reproducir, muy lentamente, los pocos libros existentes.

Cultura de masas

La imprenta y los libros impresos destruyen ese mundo. El conocimiento del operario de la imprenta sobre el contenido del libro resulta irrelevante, pues la máquina se encarga de hacer una reproducción mecánica, más rápido, a mayor escala. De un momento a otro, los monjes copistas ya no tienen sentido. En pocos años, el monopolio del acceso al conocimiento de la Iglesia ha quedado amenazado. Y las instituciones medievales no supieron adaptarse bien a esta transformación:

Los cambios en la época vinieron de la mano: la imprenta le dio a Lutero la posibilidad de reproducir de manera accesible una traducción de la Biblia al alemán, a la vez que promovía una conexión directa con lo divino más allá de la mediación del clero. La filosofía moderna con Descartes empieza a seguir un camino similar, abogando por un abandono de las tradiciones como garantes del conocimiento, y amparándose en las capacidades de la propia razón para alcanzar la verdad: la imprenta había introducido, también, la posibilidad de que hubieran autores (que publicaran sus propias verdades racionales). La imprenta permitió por primera vez la reproducción serializada a gran escala de un mismo contenido, lo cual hacía posible, mucho más rápido que antes, difundir ideas a través del mundo occidental, y reunir a poblaciones dispersas en torno a ideales comunes: es la época en que surgen los Estados-nación. La imprenta no es la causa única de todos estos procesos, pero ciertamente es uno de sus contribuyentes más importantes.

La idea de la producción masiva, secuencial, pronto empieza a aparecer en otros ámbitos. En La riqueza de las naciones, de 1776, Adam Smith empieza elogiando el principio de la división del trabajo como la base de un nuevo modo de producción, que permite producir más, y más rápido: los trabajadores adoptan funciones específicas, puntuales, y se especializan a lo largo de una línea de producción. Pero el modelo es quizás llevado a su culminación por Henry Ford en el siglo XX, quien introduce en gran medida la idea de la fábrica como la conocemos hoy: líneas de producción, armando productos masivos para su consumo masivo.

Y es que, a partir de la imprenta, surgió la posibilidad de que hubieran masas. Una misma idea era capaz de alcanzar enormes poblaciones sin pasar por un teléfono malogrado en el camino (con lo cual no sorprende que la concepción de la tecnología como un progreso creciente se origine en esta época). Un mismo contenido podía ser aprehendido de la misma manera por todos los lectores. De la misma manera podía un misma filosofía predominar en un continente, por la capacidad de difundirla, como un pensamiento o un partido político podían convertirse en un movimiento de masas. Y, también, podían producirse objetos para su consumo masivo, pues de la misma manera, la masa consumía indistintamente los productos porque tenía las mismas necesidades. El capitalismo estadounidense, una vez más, llevó el modelo de las masas a su culminación: a los grandes partidos de masas como el Demócrata y el Republicano, los acompañaban productos de consumo que apelaban a su generalidad: la General Motors, la General Electric, ofrecían productos genéricos para familias genéricas de la posguerra, que reproducían genéricamente sueños suburbanos genéricos.

Sin embargo, el predominio mismo de la imprenta vino a ser cuestionado con la introducción de nuevas tecnologías: en particular, nuevas tecnologías masivas como la radio primero, y la televisión después. Desde el punto de vista de la cultura del texto, estos medios ofrecían una manera más fiel de reflejar la realidad misma y de alcanzar extensiones aún más grandes: no solamente texto, sino sonido y luego imagen, ofrecían una configuración más completa del mundo como realmente era, y era posible transmitir estas imágenes más lejos y más rápido de lo que la imprenta permitía.

Dos cosas empezaron a ocurrir. Primero, ya desde el siglo XIX empieza, muy lentamente, a surgir un desencanto frente a la cultura de masas y sus diferentes mecanismos sociales: Karl Marx denuncia la explotación del hombre por el hombre que es inherente a los procesos masivos de producción; Sören Kierkegaard se preocupa por la pérdida de la identidad propia, que se diluye entre la igualdad de la masa; Friedrich Nietzsche señala que las promesas sobre las que se ha construido la cultura occidental son ilusorias. Con la Primera Guerra Mundial, Europa queda sumida en la depresión al contemplar la devastación de la que ha sido capaz.

Lo segundo es que, a pesar de ser medios similarmente masivos como la imprenta, la radio y la televisión empiezan a ofrecer una configuración distinta de la experiencia. Ya desde la introducción del cine, años antes, las reacciones del público habían sido considerablemente diferentes. Según un mito de la época, las primeras audiencias que se enfrentaron a la primera película de los hermanos Lumiére, La llegada del tren a la estación de La Ciotat, al ver por primera vez que un tren se aproximaba hacia ellos no supieron hacer otra cosa más que pararse y correr asustados hacia la parte de atrás de la sala.

Los nuevos medios ofrecían nuevas relaciones sensoriales que nos afectaban de diferentes maneras. Sobre todo, ofrecían una alternativa que rompía con la linealidad usual del texto: el audio y la imagen permiten que muchas cosas pasen al mismo tiempo, y de esa manera nos involucran de una manera diferente, como quiso hacer notar Godfrey Reggio en su corto, “Evidence”:

Pero el cambio cualitativo en nuestra experiencia se volvió tanto más radical con la aparición de la tecnología electrónica y su progresivo desarrollo desde las primeras computadoras personales hasta la era hiperconectada de Internet. Uno de los primeros comerciales de Apple, en 1984, reflejaba claramente la postura que las computadoras personales querían ofrecer frente a los medios tradicionales:

Cultura R/W

La tecnología electrónica no sólo nos trajo la inmediatez y la simultaneidad en las comunicaciones, sino que además nos trajo la interacción. La posibilidad de ejercer influencia sobre los contenidos que consumíamos, transformándolos en mayor o menor medida. Internet nos brindó acceso a aquello que incluso la televisión por cable no había podido: infinitos canales de información, limitados únicamente por la buena voluntad de personas dispuestas a compartir sus intereses en línea. Pero lo fundamental, en este punto, es una cuestión estructural: con la aparición de la tecnología digital, pasamos de un modelo cultural donde eran unos pocos los que tenían la posibilidad de difundir mensajes a gran escala (no sólo porque los canales eran limitados, sino porque además el costo de acceder a estos canales era enorme) a un modelo en el cual, potencialmente, cualquier puede convertirse en un nodo de información. Se trata del paso de una cultura ROM (Read-Only Memory, memoria sólo de lectura), a una cultura R/W(Read/Write, lectura y escritura).

Las implicancias para nuestra construcción cultural son enormes. Esto quiere decir que la construcción de nuestra cultura no es un derecho reservado a los pocos que tienen la capacidad de amplificar sus voces lo suficiente, sino que, de alguna manera y en alguna medida, personas con acceso a estos medios pueden ejercer también una influencia. Pero hasta aquí estamos un poco atrapados por el tecnoutopismo que promete liberaciones y revoluciones como si hubiéramos alcanzado una nueva etapa en la historia. Cuando, más bien, es pertinente considerar, siguiendo a McLuhan de nuevo, que todo cambio mediático ofrece tanto amputaciones como extensiones: así como nos permite hacer muchas cosas nuevas, también inevitablemente perdemos cosas en el camino que no debemos simplemente dejar de lado. O, como lo pondría Clay Shirky, “no es una revolución si es que nadie pierde”.

Es en este punto donde es pertinente coger este cambio de modelo de construcción cultural, y dar un paso atrás para preguntarnos por cómo estamos concibiendo el conocimiento sobre el cual se monta todo esto. Es decir, si la construcción de la cultura es un proceso que se abre mucho más allá de lo que estaba antes (y de ninguna manera podemos decir, ingenuamente, a todos), ¿qué implica eso para nuestra cultura? ¿Quién tendrá razón y quién no?

Por qué odio Evolución Cable Mágico

Los decodificadores del supuesto nuevo servicio de Cable Mágico digital y tanta cosa llegaron a mi casa hace varias semanas. Pero recién el último domingo tuve tiempo y ganas de instalar uno de ellos porque me harté de no tener canales de películas. Finalmente, lo odié. He aquí por qué.

  • Me crea a mí un problema que previamente no existía. Antes venía un cable, iba a la tele, la tele la manejaba con mi control, todo bien. Ahora tengo que instalar la cosa ésta, que no será complicado, pero es una molestia. Primero, es un enchufe más. Segundo, es una entrada más que va a la tele. Tercero, ocupa más espacio. Cuarto, ahora hay que manejar otro control remoto. Si no tuviera ya que barajar Playstation, Nintendo 64, y DVD, la cosa sería más sencilla, pero da la coincidencia de que sí tengo que. Todo esto fue la razón por la que esperé semanas para hacer el trámite de instalarlo, porque claro, tiene que hacerlo uno mismo.
  • Me obligan a hacerlo. Porque mientras no lo hiciera, simplemente perdí la posibilidad de ver todos los canales más allá del 74. Osea, todos los de películas, y algunas cosas más. ¿Quieres volver a ver tus canales de películas? Instala el aparato.
  • No hay opción. Uno no puede seguir con su vida tranquila y apacible viendo los canales que ya tiene, ahora tiene que querer 600 canales más. Pero no los quiero, la mayoría ya son basura. Es más, quiero menos canales: la gran mayoría de canales que llegan son para mí inexistentes. ¿No es posible acaso armar paquetes personalizados de canales? ¿La tecnología no lo permite? Por eso quizás la televisión por Internet termine destruyendo este tipo de servicios (o también: «Who watches TV on TV anymore?«).
  • Me complica la comunicación con el mundo. «Oye, estoy la pela X en la tele». «¿Qué canal?» «No sé… deja ver… HBO Este, canal 117». «Ah no, ése no lo tengo».
  • Es la misma cosa. Porque claro, como no tengo un televisor HD ni nada que se le parezca, la calidad de la señal que veo es exactamente la misma. Así que no tengo ningún incentivo real para cambiarme a esta cosa.
  • Es una tecnología pensada en función al proveedor de contenidos, no del consumidor. No está hecha para hacerme la vida más fácil ni más feliz. Tiene demasiadas restricciones. Es invasiva. ¿Por qué rayos puede aparecer, de la nada, un mensaje en pantalla diciéndome que «tengo que» activar mi señal? ¿Quién los autorizó a mandarme mensajes por la pantalla? ¿Cómo sé qué más están haciendo con mi señal, monitoreándola, siguiendo su uso, etc.? Ésta es una tecnología pensada para que el proveedor pueda tener más control sobre lo que el consumidor ve y cómo lo ve, no para que el consumidor haga lo que le venga en gana con su señal. Y para convencernos de que aceptemos, nos ofrecen la calidad mejor (si puedes verla). Todo para que finalmente…
  • No funciona. Porque me imagino que como instalé el asunto mil años más tarde, mi señal no está activada, y es todo un trámite más tener que hacer eso. Me da flojera. Si tanto quieren que me cambie a la cosa ésta, háganlo ustedes. Pero el asunto es que ahora tengo un aparato más instalado, conectado, ya no tengo mi conexión normal de cable y ahora tengo que reconectar cables para recuperar mi señal mutilada, para que este aparato ni siquiera reaccione. No prende. Cable Mágico decide que el aparato no prenda, y el aparato no prende. Al margen de que yo pague el servicio, de que sea mi tele, no, el aparato ni siquiera prende. Cf. el punto anterior.

No soy alguien que frecuentemente odie las mejores tecnológicas, de hecho suele ser lo contrario. Pero no me gusta cuando se hacen así, cuando no la escojo, cuando es una tecnología que no me ofrece mayores beneficios y sí una serie de perjuicios. Como las cosas que vienen saliendo ahora. Y por eso odio Evolución Cable Mágico.

Alfabetización mediática

Anoche vi la película de George Clooney, «Good Night, And Good Luck», en la que cuenta la historia de la confrontación entre el periodista de la CBS, Edward R. Murrow, y el senador estadounidense Joseph McArthy. McArthy es, por supuesto, famoso por una de las cacerías de brujas más grandes de la historia, cuando desde la comisión de actividades «antiamericanas» persiguió a una serie de personalidades reconocidas, sobre todo del mundo del espectáculo, acusándolos de tener vínculos con el comunismo. Todo esto ocurría, por supuesto, en medio de la década de los cincuentas, cuando la Guerra Fría apenas empezaba y los estadounidenses le tenían un pánico irracional a la amenaza comunista (que para todo efecto práctico aún mantienen).

La película es interesante por la reflexión que plantea en torno al rol y el poder de los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas (la temática escogida y desarrollada por Clooney no es casual, y resuena repetidamente como un tema sumamente actual). ¿Los medios de comunicación solamente informan, con mediana objetividad, cuestiones de hecho? ¿O están llamados, más bien, a tomar posturas por una u otra perspectiva, y a defender aquello que consideran como la mejor opción? Más aún, frente a lo que se puede considerar incluso como una injusticia, ¿tienen los medios responsabilidad, obligación de intervenir? ¿Tienen alguna legitimidad para hacerlo?

Todas estas preguntas de por sí complicadas se ven agravadas por los medios masivos en la sociedad de masas. Cuando los emisores son pocos, y su alcance enorme, los mensajes y contenidos que transmiten tienen toda la capacidad para configurar, digamos, por sí solos todo el espectro de la «opinión pública». La televisión es el ejemplo por antonomasia, perpetuamente comentado: la caja idiota que brilla en millones de hogares a ciertas horas comunes, repartiendo los mismos contenidos, homogenizando las opiniones y enmarcando las discusiones, estableciendo la agenda pública.

Al mismo tiempo, este mismo alcance, que por supuesto se traduce en poder, no puede sino convertirse en una enorme responsabilidad. Podemos recordar las famosas palabras de Ben Parker (el tío de Peter Parker, alias Spider-Man): «con gran poder viene gran responsabilidad». Pues si se tiene tanto alcance, tanta capacidad de llegada, entonces obviamente parecería inmediato decir que los medios masivos deberían difundir mensajes positivos, o mensajes que favorezcan la sociedad, o lo que fuera. Aquí está la tensión de la película: el mensaje que quieren transmitir Murrow y su equipo de periodistas es que McArthy está excediendo su legitimidad y está quebrantando límites constitucionales. Hasta allí todo bien, pero al hacerlo inevitablementen tendrán que tomar una posición en el debate en cuestión. No se puede hacer tal cosa pretendiendo, al mismo tiempo, ser una posición neutral y objetiva.

He aquí el problema, desde un punto de vista filosófico. Pues no parece haber realmente asidero para tal posición neutral y objetiva. Nadie tiene o puede tener acceso a una cierta posición de contemplación de la realidad tal que la vea como ella es en sí misma. Así deja de tener sentido incluso hablar de la realidad misma, como árbitro que nos permita dirimir respecto a quién tiene razón y quién no: lo único que encontramos son realidades tal como son vistas por una o por otra persona, desde una u otra posición. Diferentes discursos no pueden ser, entonces, sino visiones parcializadas, intrínsecamente incompletas, sobre las mismas cosas. Y por lo tanto, no es posible que los periodistas o los medios de comunicación o nadie pretendan tener y brindar un enfoque neutral, equilibrado y objetivo de las cosas, porque inevitablemente tendrán que hacerlo desde alguna posición inicial, con un conjunto de creencias y valores básicos que prefiguran la manera como ellos asimilan y procesan la información, y como la retransmiten.

Por ello mismo, todo el problema sobre la objetividad de los medios de comunicación siempre me ha parecido un pseudoproblema, precisamente porque no veo cómo es que podrían intentar ser objetivos, mucho menos conseguirlo. Para mí, el problema es totalmente otro: es la ficción de la supuesta objetividad, que lo que hace en la práctica es enmascarar uno u otro prejuicio. La audiencia termina recibiendo información parcializada hacia uno u otro lado, pero creyendo, por el contrario, que está recibiendo la Verdad, objetiva, pura, absoluta. Esto nos da la falsa seguridad de que tenemos las cosas claras, los asuntos más allá del debate y la discusión, y da pie a versiones más o menos radicales de fundamentalismos varios.

Por el contrario, creo más bien que no hay tal referente último para las cosas, y que ante tal falta de objetividad (pueden verlo como una condena o una liberación, me da igual), lo principalmente importante es reconocer nuestra posición, nuestra perspectiva limitada, antes que pretender excederla con pseudouniversalidades. En otras palabras: es preferible reconocer de entrada que tenemos tales o cuales prejuicios, que hablamos desde cierta parcialidad particular, antes que pretender objetividades absolutas que no nos son permitidas.

No tengo ningún problema con una pluralidad de parcialidades. Creo que así vistas las cosas, tendríamos menos problemas (aunque indudablemente surgirían otros tantos de diferente naturaleza), sobre todo porque seríamos capaces de reconocer el alcance real de la información que encontramos en diferentes medios. De lo contrario, sólo estamos engañándonos, creyendo que una u otra perspectiva, narración de los hechos tal como supuestamente son, es la Verdad que hemos estado persiguiendo.

Estos son problemas interesantes, me parece, que caen dentro de un concepto más o menos nuevo (para mí, sobre todo) que es la alfabetización mediática (media literacy), un elemento central para la formación de las nuevas generaciones que se forman crecientemente en y a través de los medios de comunicación (como si alguna no lo hubiera hecho antes).