La configuración mediática de las emociones

A pesar de que comúnmente manejamos la noción de que las emociones son en alguna medida «puras», algo que nos «afecta» (afecciones, pasiones) más allá de nuestra voluntad y racionalidad, en la práctica la cuestión se muestra un poco más compleja. Nunca sentimos emociones puras, o puramente. Sino que, más bien, parece ser el caso de que incluso nuestras emociones están mediadas tanto cognitiva como culturalmente.

Por poner un ejemplo simple, las emociones que sentimos dependen de nuestro conocimiento sobre los objetos hacia los cuales están dirigidos. Para sentir odio contra alguien, debo tener alguna noción o idea de que esa persona me ha hecho algún tipo de daño, por ejemplo. Si ese conocimiento cambia – si descubro, por ejemplo, que fue todo un malentendido, o que otra persona fue la causante del año – es lo más probable que esa emoción se diluya y sea reemplazada por otra.

Algo similar ocurre con la mediación cultural, que es lo que más me interesa aquí. Gran parte de nuestro aprendizaje es, propiamente, aprendizaje emocional también – cómo es que aprendemos a lidiar con estas cosas raras que sentimos que llaman emociones. Este aprendizaje se da social y culturalmente: nuestra cultura y nuestro contexto establecen los patrones y marcos dentro de los cuales sentimos diferentes cosas. El espectro de emociones que sentimos termina definiéndose así, en gran medida, culturalmente, aún cuando las emociones en sentido neuroquímico puedan ser las mismas. Asignamos diferentes sentidos y significados según cómo hemos aprendido culturalmente a interpretar nuestras emociones.

Siguiendo la misma línea, en la medida en que el proceso de construcción cultural es, crecientemente, un proceso que pasa por los medios de comunicación (un proceso mediado, o más bien mediatizado), los medios terminan ejerciendo una enorme influencia sobre aquello que sentimos y cómo lo sentimos. No lo hacen arbitrariamente ni se lo sacan del sombrero – obviamente los medios no pueden más que cristalizar cosas y patrones de conducta que vienen de la cultura misma. Pero al elevarlos al grado de masividad, al ponerlos en la pantalla, elevan ciertas formas de sentir a un nivel diferente.

Estuve pensando esto a partir de una conversación con una amiga, que me decía que quería demandar a Disney por destruir su capacidad para formar relaciones normales (o algo que iba por esa línea). Su argumento era que las películas de Disney la habían convencido de que las relaciones de pareja tienen una cierta fórmula que empieza mal, sigue peor y termina muy feliz, luego de que el hechicero o la madrastra son eliminados de la historia, y luego el popular felices por siempre. Pero en la vida real eso no pasa, o pasa muy poco como para ser relevante. Mientras tanto, sus expectativas emocionales se han configurado a partir de un patrón completamente distanciado de su experiencia real. Lejos de ser un caso excepcional, un poco de investigación me hizo toparme con este grupo de Facebook: 134 mil personas que consideran que Disney les ha creado expectativas irrealistas sobre el amor. Y no es el único grupo de ese tipo. Es cierto, suena gracioso, pero no deja de generar cierta curiosidad: 134 mil personas que están de acuerdo con esa afirmación en alguna medida.

¿Quiere decir esto que Disney debería estar prohibido de generar estos patrones de conducta? No, tampoco va por ahí, porque de nuevo, no es culpa de Disney. Disney coge algo que ya está en la cultura y lo lleva a otro nivel, quizás. Pero puede, por lo menos, darnos una noción más clara de por qué sentimos lo que sentimos y cómo lo sentimos: los espectros emocionales dentro de los cuales nos movemos son construidos así, socialmente. De la misma manera como aprendemos qué emociones sentir en qué momento frente a qué situaciones. Aunque siempre hay un fuerte componente, digamos, positivo en el asunto – hay ciertas situaciones y causas que generan ciertos efectos específicos en términos de generación de neurotransmisores, por ejemplo – aún ese componente positivo es procesado a través de un filtro cultural para adquirir significado. Así aprendemos que hay ciertas cosas frente a las que tenemos que estar tristes, y ciertas otras frente a las que tenemos que estar felices, y estar tristes y felices, además, son emociones que se sienten, expresan y comunican de ciertas maneras puntuales.

Juego

Estamos yendo por un camino problemático – nuestra cultura se ha estructurado de tal manera que opone la dimensión del juego a la dimensión del trabajo, la de la diversión a la de la productividad. Al mismo tiempo, cada vez más se profundiza la idea de que vivimos para producir, de que todo nuestro tiempo debe ser productivo, que debemos ser competitivos para sobrevivir en un mundo en el cual todos están luchando unos contra otros por escasos recursos. Hemos construido sistemas educativos basados en la misma idea: el juego es para la hora del recreo, pero en los salones de clase, los alumnos deben procesar cognitivamente contenidos curriculares de maneras más o menos homogéneas, deben asimilarse progresivamente al aparato productivo.

Tan sólo en los últimos años, y de a pocos, la importancia de la dimensión del juego está siendo entendida y valorada. Navegando entre las charlas de TED en YouTube, encontré la siguiente charla de Stuart Brown, quien presenta los diferentes aspectos por los cuales el juego es importante: por cómo contribuye a nuestra supervivencia, a nuestra adaptación, a nuestro aprendizaje, etc., y no sólo el juego en los niños, sino el juego en todas las etapas de la vida.

La charla de Brown es sumamente sugerente e ilustrativa tanto de los efectos de jugar en nuestras psicologías, como de la manera como nos hemos alejado de la dimensión de jugar como algo con un significado en sí mismo. Las consecuencias de esto se muestran cada vez más como algo problemático, y en muchos caso, en cómo la ausencia de la dimensión del juego en etapas tempranas del desarrollo resulta en individuos prácticamente atrofiados en funciones básicas como la creatividad y la resolución de problemas. Pero lo que parece ser una buena noticia es que la misma actividad de juego puede servir para aliviar este problema. Al jugar, estimulamos la corteza prefrontal del cerebro, que es aquella básicamente responsable de nuestra toma de decisiones y fuertemente asociada a nuestro comportamiento emocional. Al desarrollar nuestra corteza prefrontal mediante el juego, fortalecemos nuestra capacidad para tomar decisiones y para estructurar planes que involucran al futuro.

Tengo muchas más ideas que procesar sobre este tema. Desde la importancia filosófica que cobra la dimensión del juego (desde la idea nietzscheana del superhombre como un niño que juega a crear valores, pasando por Wittgenstein y los juegos del lenguaje y más), hasta la importancia educativa del juego y de cómo lo incorporamos a nuestra cultura. Un proyecto en el que vengo trabajando con unos amigos es el de incorporar este aparato teórico a una nueva iniciativa, bastante exploratoria al inicio, sobre la cultura de los videojuegos en el Perú. Siendo uno de los nuevos medios más importantes en alcance, y como industria, vale la pena detenernos a considerar desde una perspectiva amplia el significado que están cobrando los videojuegos en el Perú, y como podemos sacar lo mejor de ellos. Con un poco de suerte, en las próximas semanas tendremos ideas un poco mejor estructuradas al respecto que poder compartir.